OPINIóN
Actualizado 31/05/2018
Celia Corral Cañas

Era una intelectual. Recuerdo que admiré su seguridad, su mirada cosmopolita y su amplio despacho con una alta mesa de cristal, un sofá y dos butacas azules. Parecía tener al menos una década más que yo y muchas más certezas. Aun así, me observaba con respeto (o eso quise creer).

Me lo mostró con el misterio con el que se comparten los secretos. Era un vaso de tubo con un líquido negro. Muy negro. Empezó a beberlo con una pajita verde. Ni me ofreció ni yo esperé que lo hiciera.

Es té de cucaracha, me dijo, con tono casi solemne. Me lo traen especialmente para mí, añadió con orgullo.

¡Qué barbaridad! ¿Cómo pueden matar cucarachas solo para que alguien se las pueda comer? ¿Acaso no son un animal, como nosotros?, me dije escandalizada y salí de allí con gran indignación.

El sueño me acompañó durante el día. Mientras la tarde avanzaba y los pájaros dibujaban figuras surrealistas en un cielo a punto de desbordarse en tormenta pensé una vez más que la singularidad de la violencia la convierte en tragedia; su carácter plural, en normalidad tolerable.

Cuando llegó la noche tuve la vaga sensación de que algo estaba empezando a cambiar en algún lugar.

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