OPINIóN
Actualizado 30/05/2018
Manuel Alcántara

La Historia muestra una gran cantidad de figuras regias que han recibido apelativos en ocasiones vinculadas con una supuesta mácula o una virtud personal. Se han usado adjetivos que acompañan nombres propios como bueno, taciturno, grande, hermoso, sabio, deseado, breve, hechizado, católico. A veces lo que llenan las páginas de sus libros son substantivos que definen la principal actividad realizada como navegante, filósofo, músico. Son complementos que, dejando al lado su siempre posible subjetividad, ilustran una determinada personalidad y ayudan también a situarla en un contexto concreto. También el legado familiar ha jugado se papel. De entre todos me fascinan especialmente aquellos que tienen un carácter enigmático. Una formulación donde la combinación del nombre y del apodo trasciende hacia otra dimensión que resulta una clara declaración propositiva de tintes herméticos.

De ellos me produce especial inquietud el enunciado de "Papa negro", toda vez que el adjetivo hace alusión a cuestiones más exotéricas que el estricto factor racial, como podría pensarse en un primer momento, ni tampoco, estrictamente, al color de la vestimenta utilizada. Se trata de un uso del calificativo que tiene una clara connotación figurada relacionada con un origen profético medieval, tanto en los escritos de Malaquías como de Nostradamus. Luego, el ascenso de los jesuitas haría popular ese arcano para identificar a su Superior General.

En la refriega erudita de un seminario académico se debate el lugar que corresponde a individuos que confieren a su inteligencia un nodo central en la política latinoamericana. Un viejo asunto en la tradición del marxismo y la propuesta de Gramsci del concepto de intelectual orgánico, que acompaña a las anteriores fórmulas de los protagonistas que poblaron los salones ilustrados y, después, la senda configurada por Hugo y Zola hasta llegar a Sarte y Camus, por citar a epígonos relevantes. Su papel de faro en la nebulosa del quehacer político tenía una significativa valoración que se potenciaba a partir de su compromiso; una suerte de maridaje vocacional que insuflaba mayor fuerza moral a sus peroratas.

El siglo XXI ha sido propicio al florecimiento de personajes con una clara vocación por el universo de las ideas con capacidad transformadora de la realidad gracias al control de sólidos recursos de poder. Si América Latina nunca dejó de poseer un gran potencial intelectual estuvo huérfana de figuras del pensamiento que combinaran la gestación de ideas con el accionar político. Al reiteradamente citado Bolívar pueden añadirse casos como los de Mitre, Rodó, Vasconcelos, Bosch y Uslar Pietri. Poco más. Sin embargo, en la actualidad andina, ungidos de un carácter sacerdotal, animados por una ilimitada convicción, y poseedores de abundantes recursos de poder, con mayor o menor ventura dos líderes diferentes, Rafael Correa y Álvaro García Linera, están al frente de una nueva cofradía de nacionales y de latinoamericanos (españoles Incluidos) a la que se puede denominar monjes grises. Mientras que el ecuatoriano siempre alardea de su supuesta meritoria formación académica, el boliviano es epítome por excelencia del autodidacta pensador revolucionario. Son siervos mustios del intelecto.

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