Casi siempre uno es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras. En política esta enunciación tiene un peso más grávido. La voz del tribuno contiene una carga muy especial. Ciertamente, a diferencia de otras actividades, lo que se dice en política comporta un poso mayor. Frente al dicho popular de que a las palabras se las lleva el viento, las del político no, porque canalizan tanto su posición concreta frente a distintos avatares como las propuestas con que compromete su acción futura. Para el correcto funcionamiento de la democracia es básico el cumplimiento de las promesas. Cuando esto no se da, sea por el incumplimiento de los programas electorales, así como de las soflamas expresamente comprometidas en entrevistas, mítines o, desde hace unos años, manifestaciones o exabruptos vertidos en las redes sociales, la teoría dice que se produce el castigo electoral. Pero en España este no parece ser el caso. Lo que sí se registra es un sordo incremento de la desafección ciudadana.
Ahora bien, las palabras pueden ser apenas mera comparsa de comportamientos determinados, de relatos que acompañan actuaciones de naturaleza íntima. Entonces quedan al soslayo. Lo que importa son los hechos en sí, su contexto, las relaciones que mantienen entre ellos con principios éticos. No importa que sean genéricos o que se expongan públicamente para explicar aspectos peculiares de la existencia propia, diferente a la de otras personas. En el terreno público, y más concretamente en el campo de la política, se suele valorar esta situación por lo que tiene de ejemplarizante. El estilo de vida con sus hábitos y singularidades importa. Más aun si este se impone como un elemento diferenciador del adversario. No usar nunca el coche, educar a los hijos en la escuela privada, llevar siempre corbata, vivir endeudado, ser propietario y un largo etcétera, junto con sus opuestos, son constitutivos de procederes habituales de los políticos. Sus conmilitones y sus opositores los conocen, la mayoría de la gente también.