OPINIóN
Actualizado 06/05/2018
Eusebio Gómez

"Esto os mando que os améis unos a otros" (Jn 15,917).

Sabemos que no bastan las bonitas palabras, si no que se precisan hechos concretos. "Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos o hartaos, pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve?" (St 2,15-16).

Son muchas las víctimas de la injusticia, del terrorismo, del desamparo y del olvido. Son nuestras, son nuestro dolor y nuestra sangre, nuestra desesperación y nuestra muerte. Y nuestras son también todas las víctimas calladas que se dan en cualquier rincón desconocido. Y mientras, las familias destrozadas siguen tragándose las lágrimas de la desesperación y del dolor causado por tanta violencia.

La injusticia no es de ahora, desde los primeros siglos del cristianismo se sigue hablando de toda clase de atropellos. S. Juan Crisóstomo recuerda: "No hacer partici­par a los pobres de los propios bienes es robarles y quitarles la vida. Lo que tenemos no son nuestros bienes, sino los suyos"

¿Cómo, pues, se puede ayudar a los pobres? Es bien sencillo, no es muy complicado y no hay que echar muchas cuentas. "El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer que haga lo mismo" (Lc 3,11). Dad más bien en limosna lo que tenéis, y así todas las cosas serán puras para vosotros (Lc 11,41). Con las obras de misericordia podemos remediar las necesidades corporales y espirituales de nuestros hermanos.

Miguel Ángel Velasco nos cuenta el testimonio de la judía Edith Zirer. Cuando esta mujer narra su relato era en 1995, entonces tenía 66 años. En 1945 fue liberada por los soldados rusos después de pasar tres años en campos de concentración y haber perdido a su familia. Dos días después llegó a una pequeña estación ferroviaria.

"Me eché en un rincón de una gran sala donde ha­bía docenas de prófugos. Wojtyla me vio. Vino con una gran taza de te, la primera taza caliente que pro­baba en unas semanas. Después me trajo un bocadillo de queso. No quería comer, pero me forzó levemen­te a hacerlo. Luego me dijo que tenía que caminar para poder subir al tren. Lo intenté, pero caí al suelo. Entonces me tomó en sus brazos y me llevó durante mucho tiempo, kilómetros, a cuestas, mientras caía la nieve. Recuerdo su chaqueta marrón y su voz tran­quila que me contaba la muerte de sus padres, de su hermano, y me decía que él también sufría, pero que era necesario no dejarse vencer por el dolor y comba­tir para vivir con esperanza. Su nombre se me quedó grabado para siempre".

Hoy celebramos en España el día de la Madre. A ellas debemos amar y honrar con todo nuestro corazón y fuerzas.

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