OPINIóN
Actualizado 25/04/2018
Manuel Alcántara

Cuando la indignación ciudadana movilizada llenaba las calles en plena gran recesión la renovación de la política era un imperativo insoslayable. A la mayoría absoluta regalada al Partido Popular se oponía, canalizada en una masiva protesta, la ira de los afectados por el desempleo, la ejecución de sus hipotecas y el brutal deterioro de las instituciones del estado de bienestar. A veces se expresaba en las plazas y, además, en la mayoría de las ocasiones, articulaba una ronca actitud de repudio sobre la que sentar las bases de hacer las cosas de otra forma. En una clave similar al "que se vayan todos" se alzó el clamor del "no nos representan". Un grito que cumplirá pronto siete años que ponía el dedo en la llaga de las deficiencias e insatisfacciones de la democracia representativa: "lo llaman democracia y no lo es". Una actitud que se emparentaba con situaciones similares vividas simultáneamente en otros países europeos y, años antes, en el ámbito latinoamericano.

Las crisis económico-sociales son oportunidades históricas para replantear el papel de la política. La dirección que toman las soluciones emprendidas a veces no tiene el mismo cariz y no siempre el sentido del cambio es positivo. Es decir, necesariamente no conllevan avances en la imaginaria línea que desde la Ilustración está definida como progreso. El crack de 1929 dio vida al fascismo en sus diferentes expresiones, pero en otras circunstancias se abrieron canales para la mayor participación de grupos hasta entonces marginados, para atender reclamos históricamente desoídos, para dibujar un futuro más promisorio acorde con los nuevos descubrimientos científicos. En algunos momentos las masas son conscientes de que algo está bullendo. En otros hay que esperar a que alguien dé coherencia a los hechos, realice una lectura de estos dotándolos de sentido; se habla entonces del papel de los intelectuales o del liderazgo de ciertas figuras que desarrollan su actividad en el campo público.

Desde que Ortega y Gasset pronunciara hace un siglo su conferencia sobre las diferencias entre vieja y nueva política esta contraposición ha estado recurrentemente presente en la vida española. La gran recesión, que algunos dicen que ya se ha superado, dio motivos suficientes para que el clásico mantra volviera a activarse. De hecho, el argumento del cambio de nuestro sistema de partidos, que tuvo su epicentro en las elecciones generales de 2015 tras las municipales del año anterior, fue la opción del 34% de los electores por nuevas formaciones sintonizadoras con los tiempos. Esa cita electoral se revalidó en los comicios del año siguiente. Ciudadanos y Podemos son un producto evidente de ello. La apuesta en pro de la regeneración y de una manera distinta de hacer las cosas parecía inequívoca. Sin embargo, el afán de cada día lo ha desmentido pronto en la Comunidad Autónoma de Madrid. La estulticia de los primeros a la hora de hacer frente al asunto Cifuentes o el sainetesco proceso de elección de candidatos de los segundos lo delatan grosera e incuestionablemente.

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