OPINIóN
Actualizado 24/04/2018
Francisco Delgado

Ayer tarde fui, con unos amigos, a ver el estreno de la película inglesa "Bailando la vida". Alguien muy experto en cine nos la recomendó, la calificó de "entrañable". Es una historia optimista, de ritmo ágil, bien aderezada de humor y dolores conocidos, en proporciones adecuadas, para salir a la calle sonriendo. Los protagonistas son personajes de mi generación y de la de los amigos que vinieron conmigo a verla. ¿Cuál es la gran diferencia entre la vida descrita de este maduro grupo inglés de la tercera edad y nuestras vidas de jubilados viviendo actualmente en una ciudad española de provincias?

Sobre esta pregunta quiero escribir hoy. "Bailando la vida" es una película lo suficientemente realista- aunque también ilusoria- para poder compararla con las circunstancias que nos rodean en la España de la postcrisis o crisis crónica de esta década. Al salir de la sala me di cuenta de que la primera y gran diferencia entre el grupo de jubilados ingleses de la película y los jubilados españoles actuales es que en la película aparecen los problemas que la vida depara ( enfermedades, muertes de amigos, distanciamientos familiares, preocupaciones económicas, nuevos amores?) y esos problemas se van resolviendo, con la ayuda de esos amigos, de algún familiar, del grupo con el que se comparte algún interés de ocio o cultural, y dan lugar a nuevas situaciones; los problemas no se cronifican.

Pero en la sociedad actual española los problemas o se cronifican o se resuelven mal. Primero, salvo excepciones, en nuestro país hay una cultura individualista tan acérrima que, salvo excepciones, apenas hay grupos informales de pertenencia que sirvan como red social al individuo. Los grupos desaparecen a corto plazo, engullidos por disputas internas que primero dificultan, luego invalidan la tarea para la que se han creado; como si todos imitáramos las estériles discusiones perpetuas de la ambiciosa clase política. Hace unos años estaba de moda, al menos en Madrid, asistir a algún grupo de "baile de salón", se les llamaba. Ya pasó la moda. Ya no se baila (salvo en alguna ocasión excepcional, boda o fiesta del pueblo). Cuando se arrastran los problemas como pedazos de plomo atados a los pies, no hay muchas ganas de bailar. Ni de cantar. Ni siquiera cuando se bebe algún vino o cerveza de más.

Los tres nuevos amigos que he encontrado después de tres años viviendo en esta ciudad, con los que fui al cine el sábado, tienen, tenemos, varias características comunes: hemos venido de fuera buscando una jubilación tranquila y no demasiado aburrida en esta ciudad, todos tenemos formación universitaria, suficiente buena salud y economía para no angustiarnos por la errática política del gobierno sobre las pensiones y la sanidad pública. Los tres tenemos una vocación, casi pasión, común: escribir. Es decir, somos un pequeño grupo similar a los que aparecen en "Bailando la vida". La gran diferencia es que nuestros problemas se cronifican, tanto los que dependen de instituciones como los que dependen de nuestras propias actitudes: si alguno pertenece a algún grupo cultural, o de ocio, o de diversión, las tensiones o discusiones internas de estos pequeños grupos hacen que ese club de lectura, de política, de literatura o de viajes se diluya, se haga penoso, a veces insoportable. Y también, curiosamente, observamos que en el ámbito más íntimo, el de las relaciones afectivas, lo que más se produce en los de nuestra generación son rupturas, seguidas de larguísimos periodos de soledad, a la que parece imposible dar un final, abriendo una nueva historia amorosa:

Incluso se han suprimido los grupos de baile para no abrir puertas a otras posibilidades, para que el masoquismo sea la esencia de nuestra baja calidad de vida.

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