Sabe lo que hace. Siempre ha sabido lo que hace. Cuando todo estaba naciendo y el sol lanzaba sus ráfagas de calor insoportable, el plancton de sus océanos se reprodujo muy rápido. Teniendo más plancton en el agua se generaron gases en el aire que supieron protegerla con un manto más fresco. Entonces hubo nubes y llovió aquel diluvio del arca para seguir existiendo como mundo o como milagro.
Sabe lo que hace y, porque lo sabe, nuestra Tierra autorregula su temperatura con el fin de proteger lo que le ha costado tanto tiempo generar dentro de sí para su propio gozo y deleite, la vida. Lleva millones de años haciendo lo mismo cubriéndose primero con mantos de musgo y bichitos unicelulares a los que, poco después o miles de años después una cuenta incontable de tiempo, se les separaron las partes, por un lado el núcleo con sus mitocondrias y por otro el citoplasma blandito, una clara microscópica de huevo, y así, con el núcleo separado, empezaron a crecer, a multiplicarse, a respirar, a ordenarse como cadenas de ácidos nucleicos, a especializarse, a perfeccionarse, a mutar y a evolucionar hasta que encontraron dentro de sí la voluntad de usar las patas delanteras como manos, el dedo pulgar opuesto para coger las cosas, el lenguaje para hablar de lo que soñaban y de lo que sentían y de lo que imaginaban con esa tecnología de punta insuperable, alta tecnología evolutiva, llamada cerebro.
Ella sabe lo que hace y por eso ha cuidado de la inclinación exacta de su eje. Por eso también puso dentro de ella a los pulpos, superordenadores biológicos, con un cerebro en cada tentáculo. La Tierra, viva y consciente, ha creado para sí millones de cerebros con el fin de pensarse a sí misma, de entender el big bang y de calcular, con teoría de supercuerdas, la causa exacta que motivó ese parto.
La hipótesis Gaia afirma que nuestra Tierra está viva y es consciente de sí, por ello su instinto es el de protegerse. Está viva y ha decidido que nazcamos en ella todos los vivos pedestres, alados, acuáticos, pues somos sus ramas, sus flores, sus frutos, sus brazos.
Hace poco tiempo, setenta años apenas, el plástico no existía y las aguas de Gaia respiraban tranquilas. Entonces llegó la fiebre y metimos en bolsas tan tóxicas hasta lo innecesario. Poco a poco, todas las cosas de los días se volvieron plástico: el cepillo de dientes, el recipiente del jabón de manos, el bote de champú, el papelito transparente que envuelve tu jabón de barra, la botella del gel de baño. El tubo por el que sale la crema de dientes, las maquinillas de afeitar, el cilindro bonito de tu pintalabios. Aquello de donde sacas los cubitos de hielo. El vaso en el que pides el café para llevar, la tapa de la taza del café para llevar, la pajita que metes en la taza del café para llevar. La botella de agua que te ponen en el escritorio, la otra botella de agua y la vigésima botella de agua que has tirado al contenedor amarillo sin saber que solo se recicla el cuarenta por ciento de lo que allí depositas. Todo lo que pones en la basura es culpable. Los tapones de las botellas de agua, los tapones de las botellas de aceite, los tapones de las botellas de vinagre, las tapas que se enroscan sobre las especias que todavía se envasan en frascos. Los vasos del yogurt. Las bolsas del supermercado. Las bolsas transparentes y ligeras en las que pesas la fruta en el supermercado, los guantes de plástico fino con los que debes coger la fruta en el supermercado. La bolsa de arroz, la bolsa de frutos secos, la bolsa de harina, la bolsa de sal. La bolsa larga y angosta en la que la panadera mete el pan antes de dártelo. Las magdalenas y los cruasanes, cada uno en su empaque de plástico. Esas compresas higiénicas de las que te sirves durante cuatro horas y que ya no se degradarán jamás. Se secarán todos los ríos del mundo y en su lecho seco aparecerán tus compresas, dos mil años después, resueltas a sobrevivir a la entropía, indemnes. Los pañales desechables. Los bolígrafos que nadie reutiliza porque ya no están de moda los recambios. Los empaques de los libros, los empaques de los discos duros, los empaques de las memorias extraíbles, los empaques de los teléfonos móviles, los empaques que nos sobrevivirán.
Así las cosas, Poseidón, el dueño del mar, ha empezado a reunir la mugre en una isla que tiene tres veces el tamaño de España, una isla de plástico tan espesa tan gorda tan gruesa que es posible caminar por encima de ella. El gran Poseidón agrupa la mugre como quien junta las capas de polvo disperso en un montoncito para que todos lo vean, y envía a sus tortugas para que nos avisen. Las tortugas confunden el plástico con medusas, se lo comen y luego vienen, muy despacio, a la playa, para abrir la boca y gritar en su largo tan lento silencio hasta que las veamos, hasta que se nos rompa el corazón de verlas morir de hambre con el estómago tapizado de bolsas, hasta que lloremos. También las ballenas salen a morir a la orilla, preñadas de material desechable, y aúllan los cantos del tiempo en el que el plancton protegía a la tierra del calor, nos protegía.
Pero ella sabe bien lo que hace. Y ha percibido que se acerca ese punto de no retorno en el que el océano podría quedarse sin peces, sin plancton, sin termostato para autorregularse. Y entonces ha encendido, con urgencia, esas alarmas que me despiertan de ansiedad en la noche y gracias a las cuales he empezado a llevar frascos y bolsas de tela a todas partes, pues plástico es sinónimo de brutalidad. Y ha encendido sus alarmas en tantos de nosotros que celebraremos su día, pasado mañana, prometiendo negarnos en rotundo a volver a aceptar una sola bolsita. Prometiendo buscar estrategias para empezar a recoger el estropicio cuanto antes.
Salamanca, 20 de abril de 2018