Dime, José, ¿qué es lo que más echas de menos? Bailar, contesta. Estar todos juntos y bailar con los brazos puestos hacia arriba, como recibiendo. También a su familia, dice, tiene dos niños pequeños y su mujer trabaja desde el amanecer hasta que el sol se hunde, en su casa trabajan ambos porque el dinero alcanza para poco y, aunque comprar cualquier cosa es tan difícil, ellos saben que hay asuntos de lo humano que valen de verdad: bailar, ir a la iglesia los domingos para cantar juntos, abrazarse. ¿Te gusta estar aquí? Sí, dice, pero todo es muy distinto. Allí no hay lavadoras, ríe, la ropa se lava toda a mano, reímos mientras le digo que aquí no tendríamos tiempo para eso pues estamos acostumbrados a que las máquinas hagan trabajos por nosotros para dedicar el tiempo a otras cosas. ¿A cuáles otras cosas?, me pregunta, y ríe. Después señala, con el semblante serio y preocupado, que no comprende por qué aquí todo el mundo camina de prisa, pasa de prisa, siempre tiene prisa y nunca nadie se detiene para saludar. Estuve en el parque, me dice, está lleno de patos pero nadie los mira. Hay una rueda para los niños, pero sin niños. ¿En dónde están los niños?
José tiene la mirada pausada de quien sabe posarse sobre el horizonte del agua. Sus maneras son exquisitas, lentas, su voz habla un portugués de terciopelo con la cadencia que le imprimen los tambores y los colores de Lobito, su ciudad natal, aquella de horizontes muy abiertos y playas descalzas tendidas sobre el Océano Atlántico. ¿Dónde están los vecinos?, me pregunta, extrañado, porque aunque está hospedado en casa de Roy y de Leti en un edificio de diez plantas, todavía no ha visto a nadie por los pasillos y lo desconcierta el encontrar, cada mañana, el parking lleno de coches con ninguna persona para saludar.
José es profesor de secundaria en Balombo, un pueblo de interior de la provincia de Benguela, a 150 kilómetros de Lobito, en su querida Angola de frutos rotundos. Está en Salamanca cumpliendo un programa de intercambio de maestros gestionado por la comunidad de las Hijas de la Caridad, y trae de allí el movimiento de sus manos esas alas que adornan el vuelo el aire de su voz, de sus palabras. Quiere aprender cosas para llevar a su escuela, dice, porque la educación es lo más importante y siempre es posible mejorar. Háblame de tu escuela, le pido por favor, y despliega una sonrisa de algodón sobre su rostro recién adulto. Faltan muchas cosas, me dice, en Angola hay muchos niños y no caben en el edificio, tenemos que construir otra escuela, no hay aulas suficientes para todos. Algunos, que llegan sin zapatos, caminan descalzos ganando espacio a la humedad de los senderos de tierra África adentro y, a veces, llevan días sin comer. Vienen porque les gusta. En Angola, los niños saben que ir a la escuela es importante aunque muchas veces no tengan cuaderno. Se sientan en el suelo, con los pies desnudos igual que raíces recién sacadas de su arcilla roja, y aprenden. Todos, absolutamente todos, saben desde muy pequeños cómo bailar, como reír, como imaginar que las piedras son cochecitos de juguete o cohetes elevándose supersónicamente, saben cómo imaginar futuros menos difíciles, saben cómo desear. Y entonces, porque todos saben cómo bailar y reír e imaginar, todos se reúnen en las horas de las pausas y cantan en grupo y se abrazan y crecen. Les falta casi todo, me dice José, también las medicinas, es difícil, me dice, mientras repliega sus pestañas y ancla su mirada en la taza de café con el vuelo de las manos tendido sobre la mesa, descansando. Todo es muy difícil, insiste con un murmullo, como si no hablara su voz sino su pensamiento. Hace un mes que no escucha a su familia porque no tiene manera de contactarlos. Faltan, también, las vías, las comunicaciones, los libros. Yo tuve que comprar cuadernos para mis alumnos, y lápices, dice mientras levanta su mirada de atlántico profundo y, con los ojos alzados, redobla en su risa el tambor de aquella África tan despojada, tan nueva, tan llena de todo por hacer.
Lo miro, lo escucho y no puedo evitar emocionarme ante el paisaje de memoria que José está alisando, ante mí, sobre la mesa, pues es como si dibujara con palabras, sobre el mantel, el mapa de la simultaneidad del tiempo. Aquí todos van rápido y tienen muchas máquinas para tener más horas libres, dice. Pero no se saludan, han olvidado cómo hacerlo. Entonces, mientras decido respirar despacio haciendo caso de su vívido elogio de la lentitud, entiendo que José es como un viajero que llega del pasado para recordarnos a nosotros, los del futuro, las cosas que hemos ganado, las cosas que hemos perdido. Entonces le pido permiso para hacerle una última pregunta y me dice que sí, con los ojos situados en su propio horizonte, en la luz de la tarde que, tal vez, ahora resbala por la nostalgia de sus cantos. José, le digo, si tuvieras que darnos un consejo, qué nos dirías. ¿A quiénes?, me pregunta. A los que vivimos aquí, contesto. Entonces se ríe con el mismo rugido esperanzado y cauto de un amanecer en África, se ríe antes de repetir ¿un consejo mío para vosotros? Sí, por favor, le pido. José entonces me dice, con la certeza de un trueno, que debemos caminar más despacio para tener tiempo de saber quiénes son y cómo se llaman los vecinos. Y vuelvo a percibir en su voz el rugido de cuanto amanece, el tremor de la esperanza que florece en un tambor africano. Me quedo quieta de impacto, muy quieta, escuchando el eco de su sabiduría veinteañera, de su ciudad de mar, de su querida Lobito. Un momento más tarde le doy un abrazo, me despido. Mañana José regresará a Angola con su cuaderno lleno de notas para contarles a los suyos cómo llegar al futuro, pero a otro futuro que no olvide, como el nuestro, lo que es más importante: el saludo, el baile, los abrazos, el nombre de los vecinos. La lentitud de las piedras que siempre saben disfrazarse de otras cosas en la imaginación de los niños.
Salamanca, 13 de abril de 2018