OPINIóN
Actualizado 12/04/2018

Un día de otoño, sin motivo aparente, un amigo llegó a clase con un balón de baloncesto y me invitó a jugar con él en el recreo. En nuestro patio no había canastas de minibasket, así que a pesar de estar en segundo de primaria tuvimos que apañarnos con las reglamentarias, con aros a 3,05 metros del suelo. Ya para entonces nuestra imaginación era un arma poderosa y nuestra percepción nos hacía creer que estábamos jugando un uno contra uno antológico, de esos que se libran al caer el sol en los parques de Nueva York o en las canchas que, en Pasadena, lindan con el Pacífico. En aquella época yo era muy fan de Joe Arlauckas, un ala-pívot estadounidense que remataba todos los contraataques con espectaculares mates estilo "tomahawk", con muy buen tiro de media distancia y también a la media vuelta. Mi amigo, en cambio, era seguidor de un jugador norteamericano que solía vestir un pañuelo en la cabeza y que también protagonizaba acciones muy vistosas: todo, hasta su nombre, nos gustaba: Tanoka Beard.

Tanoka Beard jugaba entonces en la Penya, el Joventut de Badalona, equipo del que conservo uno de mis primeros recuerdos de baloncesto televisado: la final de la Copa de Europa de baloncesto que, entrenados por Zeljko Obradovic, le ganaron al Olympiakos en Tel Aviv. Allí jugaban también los Jofresa, siendo Rafa uno de los primeros bases a los que quise imitar, y Jordi Villacampa, un anotador brutal que rivalizaba cada temporada con Alberto Herreros por el puesto de máximo encestador nacional. Más tarde supimos que la Penya encarnaba un modelo de formación de jugadores envidiado en todo el mundo, siendo Badalona una suerte de sucursal del modelo balcánico y, sin lugar a dudas, la mejor escuela de directores de juego de nuestro país.

Por desgracia, las noticias que llegan de Badalona no son nada halagüeñas. El primer equipo cierra la clasificación de la liga ACB y las deudas asfixian a una entidad que se hipotecó para competir con los mejores equipos del mundo sabiendo que no contaba con el respaldo de un club de fútbol, de un inversor extranjero o de una administración autonómica o local como agarradera. Los gestores actuales pagan el precio de aquellos dispendios con la dificultad para avalar posibles inversiones, créditos o subvenciones y sufren para sortear los plazos y vencimientos. La Penya, como esas pequeñas asociaciones que surgen en los pueblos como sede de encuentro durante las fiestas, ya no tiene la capacidad de retener a sus más talentosos miembros, futuras promesas que adelantan su salida sin atender a la deuda de gratitud adquirida, desembarazándose cada vez antes de unas raíces que, sin capacidad para competir en la élite, se vuelven débiles en su función de amarrarse a la tierra.

El menoscabo del sentimiento de arraigo en contraste con las cada vez mayores posibilidades que abre un mercado global dificulta la sostenibilidad de esos pequeños proyectos que surgieron de una conversación entre amigos. Así surgió también la Penya (Penya Spirit of Badalona, en su origen, como homenaje a Charles Lindbergh), como excusa de un grupo de badaloneses para practicar deportes de un modo organizado; primero ciclismo, luego tenis de mesa, finalmente baloncesto. Ojalá su final no suponga una prueba añadida de la frialdad con la que nos tratan los nuevos tiempos a quienes tenemos, como única religión, este sol de la infancia; un sol que, para quienes amamos el baloncesto, sigue saliendo por Badalona.

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