OPINIóN
Actualizado 11/04/2018
José Amador Martín

El hombre por la tierra recién anochecida con el corazón, a cuestas, en la espesura poética de la palabra, justa, mira el cielo roto en el último aliento del sueño. La madera huele a amor prometido, el golpe de frío le hace temblar las manos como una paloma cuando sale del nido, todo su cuerpo es una sola penumbra de una caricia que le va dando forma como una estrella tardía aferrada a un resto de luz y roza, entonces, con la yema de los dedos, lo que queda de la herencia del silencio que pronuncia la vida del hombre. Como si ahora la paloma se confundiera con los versos de una batalla de poemas y quisiera volar después con el plumaje empeñado por una acrobacia poética.


El hombre piensa en la noche como un oleaje violento contra el papel y la vuelve en un solo golpe de oración, de ruego, de súplica, de amor, de intimidad, de fuego, de confesión, de cruz, la vocación del náufrago le obliga a salir de sí mismo y el poema que ya es un eco que rueda por el vacío arrastra consigo al hombre que ve, violentamente, los ojos de los desheredados de la tierra sobre los suyos que toma las palabras que no sabe escribir y le pide que empiece de nuevo, otra vez porque los días necesitan ser nombrados para que pasen, como una poesía necesita del poeta para quedarse.


El hombre bajo las nubes, descubre la soledad que rodea a la ciudad, ajusticia el corazón humano en un salto al infinito donde el caos reina y los desposeídos se convierten en despojos de vida. El lado humano de una ciudad esconde el misterio llama la atención y genera sentimientos dispersos, entre los que se encuentra la lastima, consuelo de los que viven sin nada, pero que aún conservan su dignidad. Al igual que grandeza, las grandes ciudades esconden un halo de atemporalidad, de egoísmo al fin, pues cada cual va a lo suyo.

La ciudad seguirá siendo la musa de escritores, pintores y entusiastas. Esto es solo un toque de atención pues donde hay desigualdades también tienen cabida los sueños, que carecen de identidad, y se dejan llevar por una ciudad que, etérea, transmite todo tipo de impresiones buenas o no tan buenas , mediocres o sublimes. La poesía nos queda entonces y evoca sentimientos y buen corazón.

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