OPINIóN
Actualizado 02/04/2018
Rubén Martín Vaquero

El sentimiento nacionalista en Europa surgió en el siglo XIX de las cenizas de una contradicción. La revolución francesa instauró el principio de soberanía nacional, que los ejércitos napoleónicos difundieron por Europa con sus conquistas. En los países y pueblos sometidos anidó ese concepto de soberanía que se materializó en la lucha que emprendieron los naturales para expulsar de su tierra a los imperiales mensajeros y a sus bayonetas. A la idea de defender la idiosincrasia y la peculiar personalidad de cada pueblo frente a la imposición extrajera hay que sumarle la corriente romántica sin la cual no se puede entender esta doctrina política. En la mayoría de los nacionalismos europeos actuaron fuerzas centrípetas que buscaban la unión de gentes y lugares que tuvieran unas características comunes: lengua, cultura, historia y costumbres. Son los casos de las unificaciones de Italia con Víctor Manuel II, Cavour y Garibaldi, o de Alemania con el káiser Guillermo II y con Bismarck. Los nacionalismos españoles, aunque tuvieron el mismo origen y se encontraban traspasados por idénticos sentimientos románticos, fueron centrífugos, tribales y con ojos de ciego. Ignorando o despreciando las señas comunes de identidad, el pulso de la Historia y los intereses que les unían, los nacionalistas periféricos resaltaron los aspectos que les diferenciaban. Y de la mano de oscuros intereses, o de sinceros deseos de defender lo propio, nuestros alquimistas disgregadores criticaron el centralismo uniformador, azuzaron resentimientos, labraron olvidos, transformaron el barro en oro y descalificaron a los vecinos, para seducir a sus paisanos en busca de la dulce nostalgia de la patria perdida y la fantasía trasnochada del viejo tiempo de los reinos medievales. Con argumentos de taifa se proponía el futuro caminando hacia el pasado. Se justificaron como la alternativa política al sistema caciquil y corrupto de la Restauración que estaba deshilachando España y con movimientos culturales que defendían una realidad plural reivindicando la riqueza de las lenguas, el folklore y las costumbres.

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