OPINIóN
Actualizado 31/03/2018
Julio Fernández

Profesor de Derecho Penal de la Usal

El Derecho Penal Moderno, que tiene su origen a finales del S. XVIII, en la época de la Ilustración, se diferencia esencialmente del Derecho Penal del Antiguo Régimen en su eficacia preventiva; es decir, en la prevención de los delitos, por lo que las penas impuestas para los hechos criminales deben tener una finalidad de prevención general (mediante la amenaza penal se pretende que la colectividad se abstenga de cometer delitos o efecto disuasorio) y de prevención especial positiva, o lo que es lo mismo, que la imposición y ejecución de la pena en el culpable sirva para la resocialización del sujeto, entendiendo por tal, que el delincuente no vuelva a cometer delitos y se inserte en el tejido social (una vez cumplida la pena) como el resto de los ciudadanos libres, en derechos y en deberes.

Además, el Derecho Penal Moderno está construido sobre unos principios y garantías derivados de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y de los ideales que surgen de la revolución francesa de libertad, igualdad y fraternidad y que no son otros que el de legalidad, mínima intervención, culpabilidad, proporcionalidad, lesividad o humanidad de las penas. Ya mencionaba Beccaría, en su famosa obra "De los delitos y de las penas" (1764) la máxima de Montesquieu sobre la necesidad de las penas hasta el punto que afirmar categóricamente que"toda pena que no se derive de la absoluta necesidad, es tiránica".

En consecuencia, hace más de 250 años se dio un paso importantísimo en la concepción del delito, de la pena y de sus fines, síntoma de la evolución de los Estados absolutistas y autoritarios hacia el Estado Social y Democrático de Derecho que hoy día disfrutamos los países civilizados. En el Antiguo Régimen, cuando delito y pecado se confundían, las penas eran desproporcionadas e inhumanas y la finalidad era exclusivamente retributiva, vindicativa y salvaje, comenzando por la legitimidad de la venganza privada del ojo por ojo, pasando por los procesos inquisitoriales donde se utilizaba el tormento: torturas inhumanas y crueles, hasta la ejecución en las plazas públicas, bien en la hoguera, por ahorcamiento, fusilamiento, desmembramiento de extremidades (para delitos de lesa majestad, como el utilizado en la ejecución de Damiens, que intentó asesinar al rey Luis XV de Francia), lapidación o decapitación.

Las leyes penales españolas también evolucionaron favorablemente como en el resto de los países más avanzados del mundo, en los últimos dos siglos; con los lógicos vaivenes entre periodos liberales y autoritarios. Por ende, los Códigos Penales de periodos liberales eran más garantistas y con penas menos severas que los de los periodos de absolutismo monárquico o en las dictaduras militares. Como ejemplo, el CP de 1932 (Republicano) fue el primero que derogó la pena de muerte, que posteriormente se restauró en una reforma del CP republicano y en el franquista de 1944, derogándose de nuevo en el actual CP de 1995 (no obstante, en la disposición derogatoria tácita de la CE se consideraba derogada ya desde la promulgación de la Carta Magna, en 1978, incluso las últimas ejecuciones tuvieron lugar en septiembre de 1975, dos meses antes de la muerte de Franco).

El Código Penal vigente (de 1995) denominado "Código Penal de la Democracia" respetaba los principios aludidos que la mayoría de la doctrina venía reclamando desde décadas y en lo relativo a la ejecución de las penas privativas de libertad no era más permisivo que el Código franquista, paradójicamente. Sí rebajaba la duración de las penas de cárcel pero se reducía mucho menos la condena debido a que los beneficios penitenciarios quedaron relegados exclusivamente a la concesión de la libertad condicional (siempre que el condenado cumpliera los requisitos exigidos) y, en algunos supuestos, se preveía que los beneficios de libertad condicional (algo que sigue vigente) se hiciera sobre el cómputo de la suma material de las condenas y no sobre la acumulación jurídica (siempre que no se aplicara la pena de muerte o ya en el periodo constitucional vigente aún el Código Viejo hasta la derogación de este Código en 1995). Ejemplo, con la vigencia del Código de la dictadura, la reducción de la pena de alguien condenado a varios asesinatos, se hacía sobre el límite máximo o acumulación jurídica previstos, es decir, sobre los 30 años de reclusión mayor, con lo cuál, una persona podría salir de prisión incluso antes de cumplir la mitad de la condena si a la libertad condicional le uníamos la reducción por la aplicación de Redención de Penas por el Trabajo (ordinarias y extraordinarias). Conozco algún caso que obtuvo la libertad condicional a los 10 años de cumplimiento efectivo, con una suma material de penas de 90 años (por 3 asesinatos, por ejemplo, condenados cada uno a 30 años de reclusión mayor). Es más, en alguno de esos supuestos, el condenado, antes de salir en libertad, ya llevaba algunos años clasificado en tercer grado disfrutando el régimen abierto de semilibertad y con trabajo remunerado en el exterior.

Por tal motivo, desde el punto de vista de los principios que informan el Derecho Penal Moderno y el fundamento y fines de la pena en un Estado Social y Democrático de Derecho, no eran necesarias algunas reformas emprendidas por los gobiernos del PP (concretamente las aprobadas por Leyes Orgánicas 7/2003, de 30 de junio, que incrementó el límite máximo de cumplimiento efectivo, de 30 a 40 años de prisión, ni la 1/2015, de 30 de marzo, que incorpora la prisión permanente revisable). Nuestro Código Penal ya es demasiado severo. Es más, para delitos execrables, -esos que los políticos explotan mediáticamente para alarmar a la opinión pública-, cuando el criminal obtenga la liberación, se le aplica la medida de seguridad rigurosa de libertad y tiene que comparecer periódicamente ante el juez y someterse a otras prohibiciones, deberes y reglas de conducta, como no residir en determinados lugares, no acudir a otros, no acercarse a la víctima y estar siempre localizado, incluso con dispositivos telemáticos de vigilancia electrónica (pulseras), todo ello, durante otros diez años más.

Ahora bien, siendo la situación la que se expresa, ¿por qué realiza el PP estas reformas penales, cuándo las hace y cuál es su objetivo fundamental?. Muy claro, cuando gobernando el PP tiene pérdida de apoyos porque son conscientes de que están podridos de casos de corrupción y saben que han realizado una pésima gestión política, acuden a lo más rastrero con el fin de captar apoyos electorales. Las reformas de 2003 tuvieron su razón de ser en su debilidad electoral, provocada por la desastrosa gestión de la catástrofe del Prestige y por el apoyo a la guerra de Irak; en 2015, porque seguían rebozados en la mierda maloliente de la corrupción y, en la actualidad, por ese motivo y los graves problemas que no han sabido gestionar adecuadamente .

Lo que el gobierno del PP tiene que hacer (como debe hacerse en un Estado Social y Democrático de Derecho), es intervenir en los procesos económicos para corregir los desequilibrios económicos, impulsar políticas sociales y del Estado del Bienestar (más y mejor educación y sanidad públicas, más seguridad ciudadana incrementando el número de los cuerpos y fuerzas de seguridad, mejores pensiones y más ayudas a las personas dependientes), promover una legislación laboral en la que los trabajadores tengan mejores salarios y mejores condiciones de estabilidad y una carga impositiva progresiva y no regresiva, de tal forma que paguen mucho más los que más tienen. Esto, como estamos cansados de repetir, es la mejor forma de prevenir la delincuencia, en general. En cambio, si la única forma de prevenir los delitos es incrementar las penas y endurecer las condiciones de su cumplimiento, estamos transmitiendo un mensaje equivocado a la opinión pública, que es perverso y falso, porque sabemos que los países donde la cohesión social es más precaria, existe corrupción en todos los ámbitos de la vida y hay fronteras insalvables de desequilibrios económicos, la delincuencia es mucho mayor y más violenta (los que conocemos la realidad de esos países estamos en condiciones de asegurarlo).

Lo que la opinión pública tiene que saber es que una cosa son los sentimientos de odio, rabia y venganza que surgen en cualquiera que podamos ser víctimas de hechos execrables (que son muy legítimos, que quede claro, y todos los tenemos porque somos humanos y ante eso, las víctimas tienen derecho a todo, absolutamente a todo lo referido a las reparaciones de daños e indemnización de perjuicios -materiales y morales-, por supuesto) y otra bien diferente es la respuesta penal que el Estado debe dar a esas conductas, respuestas penales que deben arbitrarse bajo el imperio de la razón y no impulsadas por los sentimientos de odio, venganza o resentimiento y debe respetar esos principios analizados, correspondientes a un Derecho Penal civilizado y no el de la Inquisición, el de la ley del Talión o el anacrónico y vil Derecho Penal Islámico que mantiene hoy día algo tan infame como es la muerte por lapidación para algunos delitos (como el adulterio, si es mujer, claro, porque, si es hombre el adúltero, se le sanciona muchas veces con cien latigazos, en lugar de la muerte).

Ese Derecho Penal Islámico es como el nuestro de la época de las mazmorras. Por lo cuál me pregunto: ¿realmente queremos que nuestro Derecho Penal sea también así? Si la respuesta es negativa, digámosle al gobierno de M. Rajoy y al PP que no hagan electoralismo con temas tan sensibles como este, ¡por favor!

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