OPINIóN
Actualizado 26/03/2018
Lorenzo M. Bujosa Vadell

En un lejano país de Oriente con frecuencia el candidato de turno para ocupar el ilustre puesto de gran visir ofrecía el oro y el moro a todo ser viviente con el fin de obtener el favor y la aclamación en la gran asamblea que se reunía cada mucho tiempo para entronizarle en el poder. Cada candidato creía que no bastaba con mostrar cómo era y exponer con sinceridad lo que pensaba hacer para asegurar su nombramiento y añadía a toda una serie de medias promesas, o de promesas enteras, pero en la forma de confidencias para alegrar oídos y alimentar ambiciones.

Debo añadir que en ese reino la mentira no estaba mal vista. No era, pues, el temor a que en el futuro el pueblo pudiera comprobar que se hubiera mentido lo que llevaba a las proposiciones secretas. El fin era impedir que los contendientes pudieran conocer qué se hubiera prometido en concreto, para que no redoblaran la apuesta y se llevaran la benevolencia del incauto súbdito.

¿Por qué, me dirán ustedes, si todos debían suponer que se les estaba mintiendo, cualquiera que fuera el generoso promitente? Pues el encanto se basaba en un conocimiento profundo de la naturaleza humana. Por un misterioso e inexplicable embrujo la persona a la que quien fuera aseguraba una embajada en la Ciudad de las Luces o una gobernación en una rica provincia alejada se olvidaba de la posibilidad de que esa promesa fuera abusiva. Y que, una vez en el solio principal, el designado por voluntad mayoritaria no recordaría una palabra de lo dicho, ni reconocería las facciones de quien ya se veía entre encajes de Ronizza y collares de oro puro.

Una vez, por los caprichos de los astros, nació un venturoso poeta al que nunca le fallaba la memoria: Se acordaba de todos y de todo. Y tampoco le fallaba la moral: Escuchaba con atención lo que cada uno le decía y reflexionaba en conciencia, además, sobre cuál sería el mejor aspirante para gobernar el imperio. Cuando tuvo edad para expresar opinión propia, aquéllos cegados por la ambición malsana se acercaron de uno en uno a ofrecerle tesoros que no tenían y puestos de gobierno que ni pensaban crear.

Este noble musulmán se encomendaba a Dios, el clemente, el misericordioso, y escuchaba con atención todas las tentaciones para desear seguidamente a cada pretendiente el éxito que su persona mereciera. No veían los candidatos brillar sus ojos ante cada ofrecimiento, ni estremecerse su cuerpo ante cada alto cargo ofrecido. Por casualidades del destino, no le afectaba el embrujo en el que se sostenía el entero artificio. Sabía, pues, que más de la mitad de las cosas que le decían eran falsas y antojadizas, y que a la hora de la verdad serían humo y cenizas.

Era hombre, sin embargo, y la otra mitad de su voluntad franca no podía evitar enturbiarse por algún deslumbramiento, por alguna sinecura. Y sinceramente esperaba en su día poder ofrecer a la comunidad entera sus buenos oficios y su tiempo precioso, como el resto de confiados vasallos.

Cuando pasó el tiempo y se desvanecieron sus leves ambiciones, sus amigos cercanos lo llamaron loco. No por haber creído en las promesas ofrecidas. Eso lo habían hecho todos. Sino por haberse adelantado en pensar que serían engañosas, porque en los reinos basados en el engaño, quien se atreve a predecir la mentira es el que más sufre cuando ve confirmadas sus íntimas profecías.

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