OPINIóN
Actualizado 23/03/2018
Catalina García García-Herreros

Caminas con los párpados cerrados para que el frío no te agriete la pupila cuando de pronto la ves, aterida y coloreada, casi a destiempo inaugurando el aullido de la sangre que se altera cuando la primavera aterriza, por fin, sobre el suelo que se rompe para abrirle paso. Asoma cargada de futuro como un corazón flechado y, por alguna razón sembrada en lo más hondo de tu instinto, te hace sentir cabalgantemente feliz. Entonces dejas los ojos abiertos contra el frío que permanece, terco, aferrado con todas sus pezuñas al hielo de las piedras, dejas los ojos abiertos para arrancarle a la niebla las gotas de color que pulsan en cada pétalo recién parido, para contar cuántos hay y cuánto falta para que todo se encienda de sol y de chillidos de pájaros en celo. Esa noche recuerdas que es la última del invierno astronómico porque mañana llega el equinoccio y algo salta en el aire, las piernas que empiezan a moverse rápido y a querer ir a otro ritmo como si supieran que es tiempo de derramarse, de besar, de florecer. La sangre altera, dicen, y aunque todavía el frío te descascara los labios, la piel se te tiende esperanzada, burbujeante.

Burbujeas con los ojos abiertos y te encuentras con que el equinoccio trae consigo fiestas recién inventadas: el mundo entero busca motivos para celebrar. Así, la vida te regala un amoroso día mundial de la felicidad (20 de marzo), un inspirado día mundial de la poesía (21 de marzo), un hidratado día mundial del agua (22 de marzo), una emoción en el día mundial del teatro (27 de marzo). Son días preciosos, te dices, y recuerdas que en esta misma época, hace ya muchos mitos, Perséfone le daba un beso al demonio que la había raptado y subía desde el Hades su casa hasta la superficie para visitar a Deméter, su madre. Las noches empiezan a oler dulce, te dices, y las ramas de los árboles se erizan de verdor mientras el tiempo desplaza la sombra y te regala, día a día, más luz, días mucho más largos. El globo se nos cae a pedazos de basura, de guerra, de injusticia, de hambre, y entonces te preguntas si tienes derecho a sentir esta euforia palpitándote en el centro del cuerpo, estas ganas de cantar a voz en grito, de bailar bajo la lluvia. Te preguntas. ¿Tienes derecho? Sientes tu piel más suave que nunca, hay algo en el aire bien dispuesto para cubrir los nidos de lo que se aferra al trino de vivir. El globo se nos cae a pedazos de intolerancia y de sátrapas, de totalitarismos, de misiles, de últimos peligros, de armas nucleares apuntando sobre cada una de nuestras cabezas. Bastaría un instante de locura en el dedo tembloroso de alguno de aquellos líderes que controlan la máquina de la destrucción, un solo gramo de locura en el dedo tembloroso apretando el botón de las bombas para que nuestra bola terrestre hiciera crac, con todos nosotros por dentro. Con nuestras primeras flores, con nuestras fiestas, con nuestros días mundiales para las cosas más inmateriales y más bellas, quién dice poesía, quién dice felicidad, quién dice agua, quién dice teatro, estas cosas tan suaves que todavía celebramos como quien enciende una velita en mitad de la sombra para volverla fértil, para colorearla con el primero de los pétalos.

Te pones la música y bailas, a saltos, en el centro de tu habitación. Hay vida aquí, dices, y te tocas los brazos, las mejillas, las plantas de los pies, sabes que tienes derecho: a oler la primavera como si no hubiera mañana, a llenarte los pulmones de la risa de estar viva y titilante, a ser consciente y a intentar, con toda la rabia de tu timidez mal encubierta, a intentar no tener miedo. Es ese tiempo que dicen que la sangre altera, este tiempo en el que recoges florecitas y te sientes un poco femme fatale un poco Heidi. Te pones la música y bailas a saltos. Y sabes que es la hora de derretirse los hielos.

Salamanca, 23 de marzo de 2018

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