Era ella. Culpable, emigrante y negra.
Lástima que no hubiera en estos tiempos libertad de lapidación.
La barbaridad que había hecho con sangre fría, con premeditación y alevosía, con abuso total y manifiesto de edad y autoridad, con violencia extrema sin eximente alguno, la absoluta indefensión del menor con sorpresa y traición, la frialdad mostrada después del asesinato, la larga lista negra de violencias y de errores pasados, etc?
La sociedad entera, defensora de la justicia, sensible siempre ante los más débiles, fustigadora incansable ante los abusos en cuanto se producen, recomponedora impertérrita de todo descosido social y paciente sanadora de toda herida violenta, protagonista de mil solidaridades con los últimos de cualquier fila, adulta en razón y humanidad, todo lo que se diga es poco,? como decía, la sociedad entera ha salido a la calle. Unos en silencio y dolor, otros con indignación no contenida, muchos reclamando castigo, demasiados con insulto y desprecio, casi todos consumiendo ávidamente el subproducto, etc? El espectáculo social ?ciudadanos, medios, cadenas y noticieros- ha sido y es compacto, contundente y, si no fuera por lo que es, magnífico y hasta ejemplar. O sea, justamente lo contrario.
Así estaban las cosas en aquella apartada plazuela llena ya de gente. Ella, la mujer negra, acorralada con razón y condenada con absoluta equidad a la dura y, casi rápida, dilapidación, esperaba con cierta dosis de frialdad criminal que llegara el fin. Cerró los ojos y esperó el dolor seco y brutal de la primera pedrada. Se lo tenía merecido, lo sabía. Toda la vida había sido una malvada de mal corazón y de peores hechos. Lo sabía.
Fueron unos segundos interminables, se oye un pequeño revuelo. Y una voz rebota en los cuatro lados de la plaza: El que de vosotros esté sin pecado que tire la primera pìedra. Y mirando a los padres del niño con infinita ternura, se acercó a aquella mujer negra y le puso sobre el hombro una mano de misericordia.
Y un escalofrío de sorpresa atravesó la multitud, el hombre que había hablado era un emigrante negro.
Y sin saber cómo, la sociedad calló desarmada y dejó el juicio en manos de la justicia, como ya pidió la madre.
Nota (por si hiciera falta): Después Juan 8, 1-11 lo contó a su modo, pero quiso decir lo mismo.