Una de las primeras libertades que la edad contemporánea reconoció fue la de expresar los pensamientos, divulgarlos, y extenderlos; y por supuesto, antes de todo ello, la libertad de crearlos. Todo eso se hizo a la contra, enfrentándose al poder establecido. No es mi intención plagar este texto de citas eruditas, pero cabe afirmar sin dudarlo que no es difícil encontrar -hasta por casualidad- escritos de autores de la Ilustración sobre la tolerancia, empezando por la religiosa.
Esas fundamentadas consideraciones teóricas tras algunos decenios pasaron a formar parte sustancial de las primeras declaraciones y constituciones liberales. El artículo 11 de la famosa Declaración francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de agosto de 1789, empieza con una solemne proclamación: "La libre comunicación de pensamientos y opiniones es uno de los derechos más valiosos del Hombre; ?" y la primera enmienda de la no menos venerable Constitución de los Estados Unidos de América, presentada a la aprobación de los Estados de la Unión al mes siguiente -septiembre de 1789- reconocía al máximo nivel, entre otras, la libertad de expresión y la de prensa.
Ningún derecho fundamental es absoluto e ilimitado. Ni siquiera lo es el de la vida, que es obvio presupuesto de todos los demás. En casos extremos, hasta la privación de la vida puede estar justificada. Y no me refiero a la pena de muerte, a la que considero pena inhumana y abominable en cualquier caso, sino al homicidio en legítima defensa y a otras causas de justificación similares. Tampoco pueden ser exorbitantes la libertad de expresión, ni la de prensa, ni ninguna otra, siempre que se cumpla una importante condición: ser razonables.
En efecto, en la historia del constitucionalismo se remitió al legislador o al juez -en realidad, a ambos- la concreción de los límites para el ejercicio plausible de las distintas libertades y derechos. Es sabido que el Derecho es una ciencia de límites. Así el legislador estableció en normas generales y abstractas algunos criterios de limitación y los jueces trataron de resolver en los casos concretos que se les fueron presentando si se habían sobrepasado o no los términos fijados.
Es importante precisar que ni una labor ni otra deben ser arbitrarias: ni el legislador puede fijar unas determinaciones que vacíen de contenido la libertad fundamental, ni el juez introducir sus sesgos ideológicos para concretar lo que le parezca abusivo o contrario al interés público. La imprescindible discrecionalidad del legislador al preestablecer las conductas prohibidas y la del juez para acomodar los principios y las reglas al dar solución jurídica al caso deben respetar la proporcionalidad.
Pero ni las normas jurídicas ni las actuaciones judiciales se mueven en abstracto, sino en contextos históricos precisos. Hay períodos en que el legislador penal se deja llevar por una peligrosa atracción demagógica de penalizar cada vez más conductas, a las que se apuntan algunas masas confundidas por la pretendida omnipotencia de las letras rojas del Código Penal. Los jueces son los encargados de aplicar esas leyes, a veces con un fervor digno de mejores causas, porque olvidan aquello que recordaba al principio: la centralidad de las libertades públicas, que sólo de manera muy excepcional deberían ser restringidas.
Para decirlo con palabras breves: no es tolerable la injuria ni la calumnia, pero si expandimos este criterio de modo desmesurado, en primer lugar, demostraremos la flaqueza de nuestras propias convicciones, y además, empezaremos a notar que al comenzar a cantar o a escribir, nos va faltando el aire?