OPINIóN
Actualizado 22/02/2018

¿Qué harías tú, si tras más de una década de exigentes entrenamientos, habiendo alcanzado a duras penas el circuito profesional de tu disciplina e invirtiendo más dinero en viajes y hoteles de lo que puedes facturar por tus victorias y contratos publicitarios, te ofrecieran una generosa cantidad de euros por perder un partido? Todo lo que sabes es que hay una red internacional de amaño de apuestas, pero te aseguran que no te vas a ver involucrado. Intuyes, a juzgar por lo que has leído a propósito de otros casos que quizá los cinco mil sean finalmente quinientos, pero, aun así, ¿no resulta tentador?

Muchas veces, abstraídos por los logros de los deportistas que monopolizan las portadas de los medios, olvidamos a todos aquellos que no tuvieron su talento, determinación o fortuna y que, ignorando las prudentes recomendaciones de su entorno más próximo o, al contrario, guiados por el halago infundado de un mal amigo o representante, siguieron batallando por una carrera profesional sacrificando opciones de vida económicamente más viables.

Lo suyo, no cabe duda, es un ejemplo de pasión por el juego, sí, pero también, a partir de un momento concreto, un laberinto del que no es posible escapar. Hay demasiado tiempo y dinero invertido. Fueron muchos los senderos no tomados como para detenerse ahora a reflexionar.

Preguntado Novak Djokovic por el aún presunto caso de los amaños de partidos en la ATP, el serbio reconoció que le habían ofrecido doscientos mil euros por perder un partido de primera ronda de San Petersburgo en 2007. Su respuesta no pudo ser más elocuente: "Afortunadamente para mí, nunca necesité involucrarme en este tipo de situaciones".

Nunca lo necesitó, dijo, de lo que podría inferirse, que no aceptó ese dinero porque ya lo tenía, no porque fuera un ofrecimiento éticamente reprochable. No nos engañemos, por más que se predique la pureza del deporte, su supremacía moral respecto a otras actividades, en cuanto se produce el deshielo del Volga o el Etna entra en erupción, es decir, cuando median las mafias rusas e italiana, el deporte queda reducido a mera especulación monetaria y todos sus jugadores, especialmente si necesitan "involucrarse en este tipo de situaciones", a empleados al servicio de la estafa y la corrupción.

De ahí que no pueda asegurar que yo, en la posición de uno de estos jornaleros del baloncesto, el tenis o el ping-pong, renunciara "kantianamente" a estos honorarios, por más que procedan de la complicidad con el crimen organizado y sean claramente contrarios a los valores olímpicos que proclamara en su día el Barón de Coubertin.

Lo que sé es que, desde esta confortable habitación, aunque sometido a los dilemas propios de los miembros de mi generación, no me puedo permitir dar lecciones a estos deportistas "de saldo y esquina", que diría el maestro Joaquín. Sí, en cambio, denunciar la situación global, la utilización mezquina del deporte, algo que concebimos digno y honorable en su día, aunque ya hubiera algún tramposo en el parque. Eso y desterrar lo que sí me parece más grave: los resultados pactados de los patios de los colegios, astucias y atajos más propios de un trilero que de los educadores que deberíamos ser; el "todo vale" del deporte amateur.

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