OPINIóN
Actualizado 21/02/2018
Carlos Aganzo

La vista se acomoda al paisaje. Después de una primera interpretación, poco a poco lo va construyendo y lo termina incorporando al marco elaborado que permanece en el tiempo. Es un lento proceso de configuración estética, de retroalimentación entre lo que siempre ha estado y lo que de vez en cuando cambia, sea porque el ser humano interviene o debido a que la propia naturaleza pasa cuenta.

Así, se dan transformaciones por la carretera al ampliarse o la moderna represa construida que comen terreno, como el árbol enfermo que cae o el agua que socaba el terraplén. El cambio lleva su tiempo y el ojo se acomoda mandando señales que terminan adecuando el nuevo horizonte. Al final, la rutina se alza contumaz y uno llega incluso a olvidar el escenario anterior.

La imagen coquetea entre ver y mirar. Terminamos confundiendo lo uno por lo otro y, en ocasiones, no somos conscientes ni de la intensidad ni del propósito con que ponemos los ojos en lo que está enfrente. La consecuencia es el olvido, la dificultad de retener lo visualizado, la confusión de los escenarios.

Al menos para algunos ¿Es usted capaz de recordar con exactitud cuál es el árbol más próximo a su casa?, ¿su forma?, ya no pregunto por su nombre. Sin embargo, sabe que lo ha visto y seguro que en algún momento lo ha mirado. Pero está ahí, como un mástil. A veces sus ramas mecidas por el viento producen alguna melodía. Quizá hoy esté desnudo porque el invierno burló sus hojas.

La mirada oscila entre la curiosidad y la ociosidad. En ambos estados acumula inocencia y avidez. A mí, además, me da seguridad. La que comporta lo conocido o, incluso, lo que dejó de ser desconocido por mirarlo; el balance entre lo de siempre y la sorpresa que hago mía. Mirar me genera sosiego, aunque el monstruo sea el referente que dobla la esquina.

Al menos lo he visto. Que el rey estaba desnudo solo lo dijo el niño, pero todos lo habían visto, aunque quisieran no mirarlo. Por eso la mirada no engaña, ¿o sí?, las que mienten son las palabras, o el tono con que las pronunciamos, incluso el propio silencio,

Hoy he perdido el paisaje configurado para mí durante quince años frente a mi ventana. Al mirar al río la vista no encuentra la ribera arbolada sino el espacio vacío, mocho. Los viejos alerces encorvados sobre el agua, los jóvenes fresnos espigados hacia el cielo, han sido talados sin misericordia. El desgarro de mi mirada de pronto se alza rivalizando con el desánimo de la ausencia, con la tensión conflictiva entre colegas.

Pero el sentido es más profundo si cabe, pues ningún sonido que produzca la voz tiene lugar desde mi garganta, ni tampoco la lealtad ocupa su espacio debido, traicionada ante aquellos cómplices de mi vida que dieron sombra, frescor y compañía. Solo queda la salida, según Albert Hirschman, como respuesta sensata al desastre. Una vez más.

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