OPINIóN
Actualizado 14/02/2018
Toño Blázquez

Los cuatro cenamos juntos, tarde, más de las doce de la noche. Su madre, yo, él y una tesis doctoral sobre la tristeza. En el maletón nuevo, atestado de orden y ropa doblada con regla y cartabón, se iban dentro de nada veinticuatro años; saltaba ya fuera del nido, como los patitos desde el árbol cercano al agua?a ver qué pasa. Y siempre pasa lo mismo: se mojan y nadan. El despertador había inquietado una noche rara, en blanco, esencialmente floja, con el espíritu deambulando desvalido y desvaído. Era él, su madre, yo y un silencio lleno de sospechas, pero sobre todo, de pena, de reproches mudos (pero asumidos y necesarios) a la ausencia. Helaba fuera, siempre hace frío fuera, pero él iba bien abrigado?por el primer amor que le esperaba a ocho horas de viaje y por el silencio del futuro, que el silencio sin estrenar también abriga. La bulla siempre es mala consejera.

Y a las cinco y media de la mañana, sin meter ruido para que el mundo no deshiciera sus ronquidos, la noche nos abrió su mágico vientre de farolas y luminosidades urbanas. Ni desorientados alcohólicos vimos por las virginales calzadas (que las aceras les rebotan). La caja negra del coche no registró palabra alguna de camino a la estación.

Palpando un frío hiriente pero sin ebullición, a las seis de la mañana partió el tren también en silencio. Con él, con su maletón. Y yo con la esperanza de que algún día vuelva a tocar su descolorida trompeta que hoy deja resbalar calmosas lágrimas en su habitación.

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