La experiencia del invierno es física, pero es también simbólica. Tiempo de retracción, de recogimiento, de vida íntima, de vida psíquica, del espíritu, para recargar pilas (según expresión contemporánea) y seguir existiendo de modo humano, pero, sobre todo, humanizado.
Tiempo de lecturas, de meditaciones, de trabajos de investigación que luego darán fruto. No es extraño que tal experiencia del invierno aparezca, de modo muy diverso, en la literatura, particularmente en la poesía.
El zamorano Claudio Rodríguez invocaba al invierno y le pedía que, aunque no estuviera detrás la primavera, sacara lo suyo de sí y lo hiciera parte del patrimonio de todos. El orensano José Ángel Valente habló siempre en sus versos (unos versos de alta resonancia) de la retracción, de la matriz, de esa vida interior a la que ya aludiera nada menos que San Agustín.
O, en fin, Fray Luis de León, aunque no de nacimiento, salmantino de adopción, en su maravillosa oda al licenciado Juan de Grial ?en la que alude a ataques a los que estaba sometido y que trataban de derribarlo?, cuando el poeta percibía el ritmo descendente de la luz, que se acelera a partir del otoño, indicaba que "el tiempo nos convida a los estudios nobles", que se han de realizar en el retiro, en la estancia particular, en ese interior agustiniano.
La matriz del invierno. Es a partir de ella, de esa experiencia física y psíquica del invierno, de la retracción, de la interioridad, de donde surgen las epifanías (no es extraño que la fiesta así llamada se sitúe en el invierno), esas manifestaciones gozosas, fecundas, fructíferas, a partir de las cuales lo humano y lo humanizado se ensancha, y nos hace mejores.
La matriz del invierno. Estos días de nieves, en estas tierras nuestras, qué belleza adquiere todo el espacio, todo el paisaje, toda la tierra, bajo las sábanas del cielo.