OPINIóN
Actualizado 06/01/2018
Tomás González Blázquez

Volvieron por otro camino. El de regresar de Belén cumplimentando visita a Herodes era ruta de fácil delación, venganza, envidia y, al fin, muerte. La alternativa ignoraba a ese rey efímero y ególatra. Era la única posibilidad después de haberse postrado ante el Rey verdadero y eterno: "Que los reyes de Tarsis y de las islas le paguen tributo. Que los reyes de Saba y de Arabia le ofrezcan sus dones; que se postren ante él todos los reyes, y que todos los pueblos le sirvan" (salmo 71).

Los Magos no habían de volver a Jerusalén para señalar a Jesús. La Ciudad Santa ya tendría ocasión de señalarlo y de ser señalada por Él. Ellos ya salen para siempre de la escena y la historia sigue su curso sin más cálculos astronómicos, sin más comitivas de remota procedencia, sin más cofres de oro abiertos de rodillas ante el Misterio de Dios. Salir de Belén, abandonar el maltrecho establo y lanzarse a los caminos del mundo lo hicieron entonces los Magos y corresponde hacerlo a cada cual que se sienta enviado, de alguna manera, por el asombro experimentado ante la noticia de la Navidad.

Salir al mundo sin salir del Misterio, sentir el mundo y amarlo sabiendo que no somos del mundo sino de Dios. Trance quizá difícil pero, seguro, apasionante. La puerta de entrada al establo ya no es la única vía de salida. La pared se ha derrumbado para inventar un hueco por el que asomarse, asombrarse y, luego, salir. El campo abierto. El cielo cómplice. El horizonte de esperanza. Parece que no hay nadie y están todos. Parece que es imposible pero ha sucedido y volverá a suceder. Parece que no es para ti y tú mismo te sorprendes saltando sobre las ruinas, transformado por el Misterio y enviado al mundo.

En la fotografía, detalle del refugio del pastor en el paraje de Navamostrenca (San Muñoz, Salamanca)

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