OPINIóN
Actualizado 30/12/2017
Tomás González Blázquez

¡Qué pequeño se nos muestra el gran Dios! ¡Y qué misterioso su Misterio! En las fiestas de su Nacimiento, que subsisten en nuestra Navidad envuelta para regalo y disfrazada de invierno, aún grita silencioso su invitación al asombro, su propuesta hecha a nuestra libertad de asomarnos a la enriquecedora pobreza de su pesebre.

El camino hasta el portalillo transita sobre musgo, arena, un puentecillo que salva el río de papel de plata, incertidumbres, incredulidades e incomprensiones. Las mismas piedras que guardamos cuando se desmonta la Navidad son causa de tropiezo y de recaída. Las mismas luces que desconectamos por última vez, hasta que doce meses más tarde regresen a su anual misión, son motivo de deslumbramiento y tiniebla. Los mismos, nosotros, que hoy, parece, queremos conducirnos hasta la gruta de Belén, cambiamos de destino sobre la marcha, desoyendo los anuncios angélicos e ignorando la segura indicación de la estrella.

No obstante, el camino del asombro sigue preparado por Él. Quizá convenga que nos descalcemos para pisar las piedras con mayor seguridad. Que abramos los ojos para que sea la Luz cierta la que nos ilumine. Que escuchemos mejor el himno de la Gloria y nos fiemos más de su nombre inscrito junto al nuestro sobre el cielo, en el fugaz paso de un astro que permanece para siempre. Desde la Nochebuena hasta la Epifanía es tiempo de asomarse al establo, a la humilde choza de adobe que, plantada en medio del mundo, es tienda donde sanar heridas y aprovisionarse para otro tiempo, el de la salida.

En la fotografía, detalle del refugio del pastor en el paraje de Navamostrenca (San Muñoz, Salamanca)

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