OPINIóN
Actualizado 20/12/2017
Manuel Alcántara

Hay momentos en los que la calma se adueña del entorno. Son raros. El ruido del tráfico, las conversaciones entrecortadas de los vecinos mezcladas con la banda sonora de la película que están viendo, los animales del barrio o de la propia vivienda, tienen así mismo su forma de hacerse escuchar interrumpiendo la quietud. A veces las casas hablan con quejidos inesperados que sorprenden el desvelo nocturno. Sí, resulta difícil la mudez de la vida, por no decir que es imposible pues una señal de ella son los latidos del corazón. Aun así, a menudo se busca afanosamente el sosiego, aunque luego sea todo lo contrario. La callada sosiega, pero también asusta, tranquiliza, pero inquieta. Ser dueño del silencio de uno mejor que esclavo de sus palabras es una máxima de comportamiento loable que comparto.

Sin embargo, hay circunstancias en la vida en que es necesario romper el silencio. Sea con la propia palabra o con la de quien esté a la vera. Cuando constituye un muro denso que provoca ecos inciertos, cuando actúa como un papel secante que inhibe cualquier expresividad, cuando da tono a una melodía enloquecida de desamparo, entonces un remedio plausible es alzar la voz. Proclamar el desvelo o demandar el remedio ajeno es lo más frecuente, aunque a veces baste con el tarareo de una melodía conocida, sin letra, sin sentido; pero el fluir de la armonía acompasando frases ignotas es suficiente.

En el deambular diario no escasean los ejemplos del coqueteo del mutismo con la cantinela. Ambos configuran un lance incruento constante en el que ninguno resulta vencedor ni derrotado. Es el juego del que está hecho la vida. No importa que haya defensores o detractores de uno u otro bando, el saldo final no les da la razón porque la palabra tiene sentido al desgarrar la pausa y esta como contención de la verborrea lenguaraz. Es fácil pontificar sobre la excelencia del verbo o la sabiduría de los labios cerrados, como de los excesos de aquel y la usura de estos. La experiencia cotidiana las pone en su sitio.

No obstante, hay un espacio intermedio construido de claroscuros, de matices sutiles, de interpretaciones equívocas. Resulta cuando la voz no es diáfana y cuando la quietud está fabricada de discontinuidades. La primera resulta confusa y la segunda inconexa. Hay un hiato entre ambos cimentado por la interrupción que confunde, además de sorprender. La voz quebrada es la consecuencia de un estado de indefinición que comporta la perplejidad no solo de quien la escucha sino también de quien la pronuncia. Es un producto de la inseguridad o del exceso de pasión en la alocución. Una forma expresiva que no termina de eliminar el silencio porque el mismo penetra la voz. Una manera de mantener el clima de tranquilidad proyectando palabras, acusadoras, exculpatorias, salvíficas, tímidas, pero también bellas, apasionadas, encubridoras de fracasos pasados, de proyectos que no saben de silencios. Hoy, la voz de los catalanes está rota, también la mía, la nuestra.

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