Mi interlocutora es una brillante investigadora que frisa los cuarenta años y que está angustiada por las normas que acaban de aprobarse para regular el acceso al funcionariado en la universidad española. Los requisitos son enormemente duros si se comparan con los procedimientos al uso durante, al menos, las últimas tres décadas.
Su agobio es real, no hay impostura. Ella tiene una trayectoria excelente construida con la asistencia a congresos de alto nivel en su especialización, publicaciones en revistas y editoriales de calidad y estancias en centros internacionales de reconocido prestigio, pero, aun así, no llega, me dice con enfado.
Después de escucharla en silencio y sintiendo que debo ser cuidadoso para no ofenderla, la digo con rotundidad, "ese no es el problema". Sus ojos desprenden un fulgor de sorpresa, creo interpretar en su gesto un rictus de contrariedad. Pienso inmediatamente que ella cree que no la he entendido.
Lo que quiero expresar con esa frase lapidaria es algo todavía más contundente y que, posiblemente, de habérselo dicho la habría confundido hasta llegar a enfadarse conmigo. Lo que ella quiere es ser funcionaria, siente que tiene el derecho, que ha luchado lo suficiente.
Sabe que ha completado las etapas que estaban tradicionalmente marcadas en nuestra sociedad y ahora se frustra porque ve que ese proyecto es una quimera que se le va de las manos. Le han robado algo a lo que tenía derecho. Pero por experiencia sé que el talón de Aquiles del sistema español de educación superior y de i+d+i es la carrera funcionarial.
El funcionario se articula con una vieja tradición que se hunde desde los albores del estado moderno bajo el señuelo de la estabilidad en el trabajo como conquista social y de la garantía de independencia frente a la clientelar lógica decimonónica de la cesantía. No obstante, hoy tiene poco sentido. Tampoco lo tenía a inicios de la década de 1980 cuando el movimiento de los "penenes" reclamaba el contrato laboral como forma de promoción y de seguridad laboral, algo que pronto se olvidó.
Frente a individuos que son la quintaesencia de la honestidad y de la seriedad, del buen hacer y de la observancia a rajatabla del deber, se encuentran otros afectados por la molicie, la falta de rigor y de compromiso, y la ausencia de cualquier atisbo de responsabilidad. En términos de regulación institucional, el diseño funcionarial no configura pautas que corrijan esta situación. Se puede argumentar cómo la nueva gestión pública ha ido incorporando mecanismos de compensación para los virtuosos y de sanción para los gorrones, pero son insuficientes, y en el ámbito universitario son exiguos. Soy consciente de que mi posición se yergue desde el ventajismo doble que suponen los años pasados bajo el paraguas de "la plaza en propiedad" así como de mi cercana jubilación, por eso creo que callé. Sin embargo, pasados unos días veo con claridad otro factor concluyente: el adocenamiento que impone la nómina fija, la caída boba de trienios y de quinquenios, la mediocridad tutelada.