A Baltasar Garzón
Con una mezcla de radicales y contradictorios sentimientos, uno recibe la noticia de la condena de genocidas, torturadores, criminales y asesinos en Argentina, culpables todos de la sevicia, la maldad y la lacerante indignidad en que sumieron a ese país durante la siniestra dictadura de los Videla, Massera o Lambruschini. Y uno atisba, aunque lejano, el reflejo de la justicia y la dignidad de una nación que hoy se pronuncia a sí misma con orgullo, Argentina, que sabe consolar a sus víctimas, reparar en lo posible su sufrimiento y, sobre todo, mirarse a sí misma y reconocer sus culpas como necesaria catarsis para su propia existencia.
Pero uno vive en otro país, España, en el que una mucho más siniestra dictadura, mucho más prolongada, más cruel, más criminal y asesina, la dictadura del siniestro general Franco, alardeó durante décadas de su razón por la fuerza, su siembra del terror, de la ignorancia, la represión y la injusticia, y uno sabe que los responsables de aquella infamia y sus herederos se pasean impunes y altivos, y copan, todavía, puestos clave en unas instituciones infectadas, mediatizadas y construidas sobre el silencio, la ignominia y el oprobio. Sobre un país a medio despertar.
Si la sentencia de los tribunales argentinos es ejemplar en cuanto a la capacidad de los pueblos de escribir su historia sin cerrar los ojos al pasado y con el principio de justicia como indeleble tinta que los explica, el silencio y las negativas de los políticos españoles para enfrentar la mínima, no ya condena, sino siquiera censura o crítica a la dictadura franquista, nos está recordando diariamente que la levedad de los principios que se enuncian para la convivencia en España, está abaratada con la mentira y la venda en los ojos, y que los pasos que debimos dar para la reconciliación solo fueron de boquilla, y está dejando en evidencia los motivos por los que se está produciendo, en este país de todos los demonios, crecientemente, imparablemente, un evidente retroceso a la beatería del miedo, la sumisión al señor y al dinero, la masificación de la ignorancia y la incultura y ese nacionalismo barato de bandería y desfile, tan de moda hoy, que nos impide salir de una minoría de edad política, cultural y social que adolece, también, de justicia.
En la ESMA de Buenos Aires, el siniestro edificio militar que sirvió como uno de los centros de tortura, asesinato y todo tipo de represión durante la dictadura argentina de Galtieri, Viola o Anaya, hoy se enseña convivencia mediante la muestra y crítica de su contrario, se educa en valores enfrentando al conocimiento de lo que no lo son, se construye la fraternidad y la humanidad en el rechazo a sus enemigos. Todo un ejemplo para el mundo de asunción del error, de corrección de la omisión y de democracia. En el Valle de los Caídos de Madrid, donde tantos esclavos del franquismo fueron obligados a construir el panteón para la memoria del dictador, hoy se celebran misas en honor del asesino, se citan sus abanderados sucesores para jalear sus crímenes y se guarda memoria y celebra el crimen, la humillación, la infamia y la vergüenza. Todo un ejemplo para el mundo de la deshonra, el ultraje ético y la bajeza moral.
Radicales sentimientos encontrados hoy en este rincón del mundo donde se defiende todavía institucionalmente la cara de Franco en una pintura del Ayuntamiento. Alegría y tristeza: la una por la justicia en Argentina y la otra por no hallarla en el propio país. Si, como el ejemplo argentino nos muestra, aún existe esa pulsión de verdad que dignifica a los pueblos mediante la inmersión en sus propias culpas, será verdad que habremos de conservar la esperanza en que un día, en este país nuestro donde la historia es la más triste de las historias, se emprenda el necesario proceso general contra el franquismo y se abran ventanas a la verdad, a la reparación y a la justicia. Y ese día, tal vez, podamos mirarnos a un espejo. Tal vez.