OPINIóN
Actualizado 23/11/2017
Celia Corral Cañas

Las estudiantes de Filología crecen. Cada texto son diez centímetros más de tierra, cincuenta de aire. Los libros las protegen del vacío, las devuelven a sí mismas transformadas. Tienen sed de abismo. Aman el mar. Tal vez la arena, por borgiana.

Las estudiantes de Filología llevan largas melenas al viento que en Fonética Histórica recogen con una horquilla. Sus gafas combinan con su fuente de letra en Word.

No tienen miedo a las palabras.

En las puertas de los servicios tatúan declaraciones de amor a sus profesores sexagenarios.

Algunas son de Sancho; todas de Quijote.

Serán profesoras, investigadoras, escritoras, actrices, camareras, oficinistas, libreras, teleoperadoras, guardias de seguridad de unos grandes almacenes. Algunas escribirán los discursos de sus gobernantes.

Pero todas ellas tienen algo en común: conocen la mirada del gigante.

Anotan en los márgenes, caminan de puntillas. Se saben perdidas en la vorágine de la noche. Se saben pequeñas, porque se acercan al gigante, y cuanto más próximas están a él (¿o ella?), más conscientes son de su inmensidad, más responsables de las distancias.

Tal vez intuyen que nunca más volverán a ser las mismas, puesto que llevan en sí el beso invisible del gigante y vivirán para siempre en su búsqueda.

La sutileza de su voz no eclipsa la complejidad de su mirada.

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