OPINIóN
Actualizado 20/11/2017
Enrique Arias Vega

Se dice, ante el uso masivo y solitario de artilugios electrónicos por cualquier adolescente, que los humanos estamos menos interconectados que nunca.

Mentira.

Jamás en la vida ha habido más mensajes sociales que ahora. Jamás la gente ha tenido tantos amigos como en la actualidad, aunque no conozca de nada a los llamados como tales en Facebook. Jamás hemos recibido tanta información y de procedencia tan diversa con lo que ni tenemos tiempo de comprobarla y menos aún de autentificarla.

O sea, que nunca hemos estado tanto en manos de los demás como ahora. Y lo que nos viene encima.

Además, nos hallamos en plena guerra informática para imponer unos a otros ideologías, formas de vida, modelos económicos, sumisión política y hasta creencias religiosas. Se trata de la guerra continuada por otros medios, parafraseando al pobre Clausewitz, que ignoraba hace dos siglos las posibilidades cibernéticas que se nos ofrecen hoy día. Y "la primera víctima de todas las guerras", ya lo dijo Esquilo de Eleusis hace 2.500 años, "es la verdad".

Me baso, para corroborarlo, en el artículo de mi buen amigo, jurista y militar Jesús de Salvador, en su último artículo del semanario Valencia Plaza. Simplificando, venía a decir en él que el 56% del tráfico informático en la red no lo realizaban personas físicas, sino robots programados para parecer humanos, en una gigantesca primera tergiversación sobre quiénes son nuestros auténticos interlocutores. De estos robots, unos son buenos, proporcionándonos información estandarizada desde servicios públicos a otros asuntos de interés, pero más de la mitad son malos, puestos ahí para hacer propaganda de las tesis de sus instaladores.

O sea, que como mínimo, uno de cada cuatro mensajes que recibimos no provienen de Fernández o de Martínez, como creemos, sino del Gobierno ruso, de Anonymous o de un grupo de vecinos de nuestra escalera que los han programado previa y masivamente para hacernos comulgar con sus respectivas ruedas de molino.

O sea, que la verdad ya ha sido asesinada aunque no seamos capaces de descubrir al asesino ni, siquiera, averiguar quién es ni dónde está oculto el cuerpo del delito.

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