OPINIóN
Actualizado 17/11/2017
Redacción

Estupefacto estoy al oír a Irene Montero que la extrema derecha se envuelve en la bandera de todos. En principio supuse que la portavoz parlamentaria de Podemos se refería a la enseña gay, la cual ha llegado a ondear en todos los ayuntamientos de España, o a la republicana, o a la roja, o a la estelada o la ikurriña, que son los estandartes que habitualmente esgrimen y aceptan los podemitas como pertenecientes al acervo común de sus compatriotas.

Pero no. Aparte de haberse olvidado inicialmente la política extremista de su habitual y pleonástico "todos y todas" (en seguida corregido, por supuesto), se refería, oh sorpresa, a la roja y gualda, la bandera constitucional.

¿Desde cuándo ha hecho suya Irene Montero esa enseña? De ser así, no puede quejarse de que nadie más la use. Al revés: debería estar satisfechísima de ello. Y si no la considera suya (como creo), ¿qué le importa que la utilicen unos desgraciados?

La frase de la dirigente podemita no sólo muestra la hipocresía de los políticos (de todos, en general), sino la generalizada desafección hacia los símbolos nacionales, asociados a determinada perversión ideológica.

Pondré un ejemplo personal, yo que llevo por la calle muchas viseras con los logotipos de los equipos de la NBA sin que nadie me haga ningún comentario sobre ello. El otro día me cubrí con una de España y merecí algunas alusiones de asombro o de retintín sobre ello. Me vi obligado a preguntar: ¿sería mejor que vistiese un gorro de Italia o de Senegal, pongo por caso?

Y es que si la enseña nacional fuese efectivamente de todos, como tramposamente dice Irene Montero, portarla supondría un signo de distinción, en vez de siniestra sospecha.

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