OPINIóN
Actualizado 01/11/2017
Manuel Alcántara

Hay palabras con un sentido profundo que para mucha gente termina haciéndolas sagradas. Comportan un conjunto de significados denso que dan sentido a la memoria y que, a la vez, proyectan un futuro promisorio, aunque a veces tenga algo de quimera. Concitan momentos de sueños familiares reivindicativos de una amplia gama de valores asentados en la dignidad conjugada al unísono con la libertad y la igualdad. Subrayan ideales en los que la solidaridad es primigenia en el marco de una comunidad amplia donde no hay segregación posible y la inclusión se convierte en meta insistente. Articulan un quehacer moral donde nadie es superior a nadie intentando asegurar el cumplimiento del supremo compromiso escrito avalado por una gran mayoría que, no obstante, respeta el derecho a ser de la minoría. Equiparan razones con sentimientos en un justo y sutil equilibrio. Palabras, como es república, que en según qué países generan un doloroso recuerdo en el seno de un ensueño colectivo, porque el dolor no es sino un síntoma de la propia vida.

La República catalana es la traición de todo esto. La proclamación del Parlament de Catalunya por una eximia mayoría que vuelve a violar sus propias reglas de juego significa la huida hacia delante de una fantasía enajenada. Un grupo insolidario que, sobre la base exclusiva de una interpretación ideologizada de la pureza de sangre, se autoproclama soberano y arruina la convivencia con parte de la propia comunidad asentada en su mismo territorio. Además, quiebra, sobre la base del desgarro irracional y el desaliño, la relación con aquella que, al otro lado del Ebro, tejió durante siglos lazos complejos. Con complicidades, con desencuentros, con enriquecimiento mutuo, con malentendidos, con colaboraciones venturosas, con celos, con violencia, pacíficamente. Frente al valor del apego a una colectividad mayor y construida en el tiempo, al necesario abordaje de problemas iguales, a la eliminación de cualquier atisbo de separación, a la riqueza del bilingüismo, se alza el muro del egoísmo, del desprecio al otro, del empequeñecimiento huraño.

La República no puede ser la coartada de todo este dislate. Me niego a que lo sea. Porque se adultera su hondo sentido. Se vuelve a integrar su significado en la locura cantonal; el irrespeto a las reglas de juego facilita el trabajo a sus detractores que la califican de desgobierno; el carácter unilateral de su pronunciamiento la marca desde su nacimiento como insolidaria. No. La configuración de un listado de agravios, de argumentos espurios que pertrechan un nuevo rearme ideológico de sus históricos opositores agostan su puesta en marcha en España por generaciones. Un exabrupto torpe y miope que tiene como eje articulador el nacionalismo cuyo carácter fundamentalista y reaccionario no es apreciado por intelectuales y sectores sociales que se dicen de izquierda y que se equivocan. Su falta de análisis histórico, enfatizar emociones frente a razones, su engreída prepotencia como supuestos parteros de la Historia, conduce al desastre. Del cuanto peor mejor al sálvese quien pueda, pero no en nombre de la República.

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