OPINIóN
Actualizado 25/10/2017
Manuel Alcántara
Es un tiempo de vallas. Nada que debiera extrañarme porque siempre ha sido así. A lo largo de mi vida escuché en 1970 a Quilapayún pedir que se abriera la muralla al corazón del amigo, al mirlo y la yerbabuena y que se cerrara al sable del coronel y al gusano y el ciempiés. Diez años después, con Pink Floyd en The Wall, supe que podría tratarse de otra cosa: los muros eran los culpables del sarcasmo oscuro en la clase, definidor de una educación que había necesariamente que quebrar.
En 1990 fui con mis hijos a Berlín para ver los restos del Muro y coger unos cascotes que luego adornaron la casa. Más tarde, vi la valla en Tijuana que frívolamente crucé para ir de compras a un enorme centro comercial en la vecina San Isidro. Desde un puesto de observación de Corea del Sur en el paralelo 34 oteé Corea del Norte. Hay muchas otras murallas famosas que no conozco, como las de China, tan lejos, y vallas oprobiosas como las de Melilla, tan cerca. Paredes por doquier.
Estamos acostumbrados a vivir en compartimentos estancos. La academia ayuda a ello por cuanto que cuenta y clasifica y al hacerlo divide. Por ejemplo, cuando avaló el concepto de raza. Desde tiempo inmemorial establecemos fronteras que se yerguen como impedimentos físicos al paso de las personas y de las mercancías, como lineamientos administrativos que definen quién es quién y qué derechos y obligaciones adquiere, así como quién los tutela.
También construimos muros interiores para aislarnos del entorno y establecer nuestra propia arcadia. Apostamos por la endogamia en numerosas actividades evitando todo atisbo de competencia. El otro debe ser perfectamente segregado, excluido. Los cinturones sanitarios, los bloqueos solo cambian la dirección del agente ocupado del aislamiento. Se busca protección, pero también separación. Se pretende el bienestar de una población o el castigo. Quien los pague y con qué esfuerzo importa.


Abrazamos viejos relatos, leyendas que han permeado la cultura occidental durante siglos y que no hacen sino complicarnos la explicación de lo que pasa. La historia de Babel da paso a las divisiones lingüísticas, auténticos muros de la identidad. Ni siquiera el que se refiere al derribo de esas barbacanas y que hoy me parece más pertinente es, a fin de cuentas, de recibo. Cuando en Josué (6:20), se lee, tras el ritual de los siete sacerdotes llevando siete bocinas de cuerno de carnero dando siete vueltas a la ciudad, "entonces el pueblo gritó, y los sacerdotes tocaron las bocinas; y aconteció que cuando el pueblo hubo oído el sonido de la bocina, gritó con gran vocerío, y el muro se derrumbó".
La pulsión mágica en favor del pueblo escogido se convierte en el demiurgo que hace realidad la caída de la muralla al unir el rito con el deseo ferviente y unísono de la colectividad. Claro que tampoco se trataba de un acto modélico pues el derrumbe suponía la conquista de Jericó y el seguro exterminio del perdedor.
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