OPINIóN
Actualizado 23/10/2017
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Alguien puso una porción de mantequilla en la sartén, a fuego suave, la cubrió de harina y comenzó a dar vueltas con una cuchara de madera, hasta que se formó una pequeña masa dorada, a la que fue echando leche poquito a poco, para que se absorbiera de forma homogénea. A cualquier despiste que ocurra en este sencillo procedimiento, usted sabe que se pueden formar grumos, y no es extraño que así ocurra.

Como dice la maestra María Moliner en una definición muy superior a la de la RAE, los grumos son, en una primera acepción, pequeñas porciones más compactas que se encuentran en el seno de una masa formada por una sustancia diluida en un líquido. Es así cuando uno se distrae haciendo la bechamel. La crema final va a tener unas bolas más sólidas, más harinosas, que estropean la textura del plato y resultan desagradables al comerlo.

Esta semana he estado en un reclusorio mexicano, en una cárcel de Hermosillo, la ciudad capital del Estado norteño de Sonora. Se trata de un centro con capacidad para unos dos mil presos, aunque lo habitan ahora unos tres mil doscientos. Ha habido algunos momentos en que hubo cerca de cinco mil. Y hubo tiempos también en que cada tres días se cometía un homicidio, y siempre había broncas y lesiones. Nada distinto a lo que debe ser común en la mayoría de prisiones mexicanas.

Allá hay delincuentes condenados por delitos graves. Muchos cumplen penas de más treinta años, y no han llegado aún a la mitad. Alguno se proclama inocente. Tampoco en eso se debe distinguir de tantos otros centros que apartan de la sociedad al malo, al que ha demostrado que no puede convivir en ella, o simplemente, como dicen ellos, al que debe pagar la pena, en la más clara visión retribucionista del Derecho penal.

Con la hospitalidad de los dirigentes de la penitenciaría, pude escuchar con atención las experiencias de un amplio grupo, y me vino la imagen de los grumos. Grumos sociales, pequeños fragmentos de masa que no se adaptaron a la crema, no se hicieron homogéneos y tuvieron que ser retirados para no estropear la presentación del platillo.

Y ¿qué se hace con esos grumos?. Pues en ciertos casos se están haciendo maravillas. Con el empuje y la constancia del Jorge Pesqueira, de Javier Vidargas y de todo su grupo en ese reclusorio que les mencionaba, desde 2004 pusieron en práctica una experiencia importante sobre mediación penitenciaria que ha tenido un excelente resultado. Llevan doce años sin motín alguno, porque los conflictos se atajan desde el principio, en un contexto de delincuentes en que las chispas deben ser frecuentes.

Lo admirable, no es la aplicación de técnicas de justicia restaurativa en la difícil convivencia de personas condenadas por infracciones criminales graves, la mayoría procedentes de familias desestructuradas; lo significativo es que los mediadores son los propios presos.

Tras una cuidadosa selección de quienes puedan tener un perfil personal más adecuado, se adiestra a los elegidos en el diálogo y la pacificación de discusiones y peleas. No todo debe ser color de rosa, pero el grupo de mediadores es consciente de su capacidad en cada uno de los módulos y ejercen su trabajo con convicción y efectividad.

Con los grumos, uno debe tener más paciencia y mayor dedicación, debe aplicar la cuchara con algo más de presión. Pero si lo hace de uno en uno, verá que la crema bechamel va absorbiendo la harina apelotonada en la bolita engorrosa y la masa entera va haciéndose de mejor calidad. Necesitará tiempo, pero vale la pena.

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