Se trata de dos términos pesados y de definición compleja que con frecuencia lleva al desacuerdo. El primero supone tener claro el significado de la democracia y, después, si algún demiurgo o la sociedad prístina tienen capacidad de expandirla. Democracia como idea regulativa, un método para dirimir el conflicto, o como estilo de vida, una forma de convivencia en la que, entre otras, predominan las ideas de igualdad y de libertad en difícil equilibrio. Democracia en tanto que apaño para ir tirando (el mal menor) o como ideal supremo de convivencia (inalcanzable). El segundo constituye el basamento del conocimiento que implanta también la libertad, según la máxima bíblica: "conoceréis la verdad y la verdad os hará libres" -la guía para que durante siglos la búsqueda de la verdad fuera el motor civilizatorio-; pero también, y de acuerdo con la RAE, es "la conformidad de las cosas con el concepto que de ellas forma la mente". Dos extremos que generan visiones contrapuestas difíciles de compaginar.
Las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación, hoy en manos de tal cantidad de gente como nunca antes aconteció, contribuyen a establecer pasarelas sobre sendos términos, aunque el carácter movedizo de ellos amenaza la estabilidad del puente. Aquellas se caracterizan por su inmediatez, su viralidad y la sintética brevedad de los contenidos que acarrean. En su actuación, simplifican la realidad, suelen tener un componente emotivo (¿emoticons?) y dificultan la discusión sosegada. Aportan a quienes las utilizan una sensación de libertad plena que repudia por sí misma su consecución por otra vía. Además, definida por el imperio de la subjetividad, deja de ser un valor con pretensiones de universalidad. Cada uno tiene su verdad que se encaja en el marco construido en la propia mente. Poco parece importar cómo y quién lo ha configurado. Daniel Kahneman, al conjugar el pensamiento emocional con el racional, subraya el peso que tienen las emociones, algo ya intuido por Pascal que dejó de estar en primera línea de las explicaciones del conocimiento occidental.
En estos tiempos, la democracia sufre un proceso de banalización, no solo en los términos anunciados por Peter Mair en su obra póstuma al vincular ese fenómeno a la crisis de la representación suscitada por la creciente falta de conexión de los partidos con su electorado tradicional. Lo que ahora acontece tiene que ver con el supuesto empoderamiento de la gente conectada permanentemente, y activa como receptora y emisora de verdades apenas estructuradas en formatos sencillos, pero adobados por contenidos fuertemente emotivos. Prevalece la ausencia de la reflexión, del contraste y de una deliberación no encorsetada por la usura del tiempo. De pronto, muchos tienen conciencia de ser poco menos que "el pueblo en armas", una movilización irrestricta arropada por saberse integrante de una legión de seguidores que constituyen un demos sólido. Lo virtual adquiere visos de ser la única realidad y se alcanza la ilusión de compartir el poder. Es entonces cuando la democratización de la verdad adquiere su pleno sentido.