OPINIóN
Actualizado 10/10/2017
José Javier Muñoz

El bioquímico inglés Almorth Wright mantenía ya hace un siglo que las pasiones están provocadas por secreciones químicas. Mucho más recientemente una antropóloga norteamericana llamada Helen Fisher asegura que las relaciones humanas, entre ellas las de carácter erótico, están determinadas por poderosos sistemas neuroquímicos.

Haciendo un parangón con la física de la materia tengo la teoría de que al sexo se le pueden atribuir los tres estados básicos: sólido, líquido y gaseoso. El estado sexual sólido sería el de la realización plena, las relaciones sanas y la satisfacción sin daños ni culpas físicas ni morales. El estado líquido, el que se da en las situaciones propias del deseo insatisfecho y cuando se sustituye el contacto físico por imaginaciones o promesas, como el romanticismo y el galanteo. Y el gaseoso, el que se experimenta en los amores platónicos y en la mitomanía de convertir a determinados individuos en objetos de adoración lejana. A este último estado puede llegarse, como en los procesos físico-químicos, mediante la sublimación.

Sublimar es cambiar del estado sólido al gaseoso sin pasar por el líquido, y hay personas que ?ya sea por propia voluntad o impelidos por circunstancias ineludibles? subliman sus fuertes sacrificios o renuncias. Son los héroes y los santos. A cambio, les espera la gloria, mundana para los primeros y divina para los segundos. Los místicos, por ejemplo, sustituyen su intensa pulsión erótica por una pasión etérea sublime. Lo mismo que ocurre con la materia y la energía, que no desaparecen sino que se transforman, el sexo no se desvanece en la nada; lo vivimos en estado líquido o sólido o gaseoso, porque, como dice la ciencia popular, el asunto de la jodienda... no tiene enmienda.

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