Me lo contó sin preguntarle. La enfermera tenía acento de bachata y piel de ron caribeño. Que la niña era sordomuda, me dijo. Que acababa de cumplir 14 años, y que el bebé de dos meses al que estaban vacunando era la consecuencia de los abusos y violaciones continuadas por parte de su padrastro. La niña-madre me sonreía todo el rato. No quise saber su nombre.
Pregunté si alguien en el dispensario conocía la lengua de signos. Nadie. Nada.
Se comunicaban con ella a través de gestos básicos y universales. La enfermera le escribió en un papel la fecha con la próxima cita para que trajera a su bebé. Se lo mostró y habló muy despacio, como si pudiera leerle los labios. Pero la niña-madre, a pesar de su mirada inteligente y su eterna sonrisa, tampoco sabe leerlos. No sé si volverá a la próxima cita.
Al día siguiente me la volví a encontrar. Participaba en el programa de madres adolescentes. Allí estaba ella, en el comedor de la escuela, con su bebé, junto a otra docena de niñas madres o a punto de serlo. La voluntaria que estaba al frente del proyecto, sin que yo le preguntara, me dijo que era sordomuda, que su bebé era del padrastro que la abusaba.
Quise saber si habían denunciado. Pero nadie. Nada. Su madre se puso de parte del padrastro violador y la echó de casa, me acabaron de aclarar confundiéndome más. No entendía qué pasaba. Me intentaron explicar no sé qué de la cultura, de que es una lacra, de que debería estar en la cárcel, de que la falta de cultura, de que el barrio era así. Pero nada. Nadie. La policía corrupta, los hombres valientes y las niñas desprotegidas. No quise saber su nombre.
Al caer la noche, contra mi voluntad, pregunté cómo se llamaban la niña y su bebé. Pero nadie. Nada. Sólo ron y lágrimas.