OPINIóN
Actualizado 25/09/2017
Antonio Matilla

En estos tiempos convulsos en que vivimos, si es que ha habido algún tiempo tranquilo, alguien quiere que me sosiegue, me centre, escuche mis raíces y procure ahondarlas, no sea que se desvíe algún huracán atlántico, femenino o masculino, y se lleve por los aires las tejas de mi sombrajo, dejándome a la intemperie.

Es lo cierto que me ha tocado en suerte -¡Vive Dios que sin yo pedirlo!- ser párroco de la parroquia más antigua de la ciudad, San Martín, fundada al parecer en 1103, aunque el templo no fuese terminado hasta finales de ese siglo, que vio y vivió una gran expansión de la ciudad hacia el Norte, dejándola preparada para el surgimiento de nuestra institución más famosa e importante, la Universidad de Salamanca.

La ciudad bullía e innovaba hacia el Norte, pero la Universidad nació en el Sur, apoyándose en otra institución que le proporcionase experiencia y seguridad. ¿Y qué lugar más seguro, más experimentado y con mejores relaciones sociales que la Catedral, con sus escuelas menores y su biblioteca, sus aulas y su Claustro?

Profesor de Religión durante años en el Instituto de La Vaguada, tenía a gala llevar al menos una vez a cada grupo de alumnos a visitar la Exposición Ieronimus, desde cuya altura es más fácil imaginar el origen de la Universidad, teniendo a la vista el Claustro de la Catedral Vieja por un lado y la espadaña del Edificio Histórico por el otro. Eso del "edificio histórico" es una expresión ambigua, como casi todas las que emplean ese adjetivo ?histórico-, porque se usa subjetivamente, a gusto del consumidor institucional de turno. Y así, esa expresión, lo que quiere en realidad decir, me parece, es "edificio (más) histórico", cuando no es verdad, puesto que más histórico, en el sentido de más antiguo, es el Claustro de la Catedral, donde realmente nació, creció y se hizo adulta nuestra Universidad. No se fue de la Casa de la Iglesia para independizarse como un adolescente enfadado con su progenitor, sino que siguió viviendo en ella y de ella hasta muy entrado el siglo XIX.

Algún virus debió atacarnos a los españoles en ese siglo, que se ha enquistado en nuestro sistema nervioso nacional, o sea, en nuestras Universidades, transformándose en culebrón que permanece y recidiva en cada generación, dándose la paradoja de que en países de tradición religiosa más pluralista que la nuestra, como Alemania, la Teología tiene su sede en las Universidades Públicas, mientras que en España tuvo que ser durante un régimen dictatorial cuando se restaurara lo que nunca debió romperse: la presencia de la Teología en la Universidad. Y, claro, con el nivel intelectual de que disfrutamos, todavía habrá quien diga que la Teología y la Religión, en general, deben estar fuera de las aulas, sean estas universitarias, de enseñanza media, de formación profesional ?al parecer los currantes no tienen por qué hacerse preguntas sobre la espiritualidad ni el sentido de la vida-, de Primaria o de Infantil, porque ya no estamos en tiempos de Franco. Lo que no estamos es en tiempos de mi paisano Alfonso IX de León, que supo ver, o tuvo la suerte de ver la importancia de la Universidad (estudio universal, que no es universal si no honra con un lugar de preferencia a la Teología, esté esta dirigida a ancianos, adultos, mujeres u hombres, jóvenes, adolescentes, niños o bebés). Pero tal vez todo esto fueron delirios de grandeza de un rey zamorano adolescente.

Sirva esto para reclamar algún acto institucional que reconozca la importancia de la Catedral, del Cabildo de la misma, de la diócesis salmantina con sus obispos, de las Órdenes religiosas que tanta vida y cerebros aportaron al Alma Mater, en el origen y en la historia de nuestra Universidad, de nuestras Universidades. El hermano Fructuoso Mangas lo denunció y reclamó con gracia y sabiduría. Me uno a su crítica y a sus propuestas.

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