El receso estival, a la hora de escribir esta columna, se ha alargado más de lo esperado. También es cierto que, al ser una colaboración sin remuneración, te permite tomarte las cosas con más calma que si nos pagaran por dichas colaboraciones. Claro que, entonces, no serían colaboraciones, sería trabajo. El caso es que, siendo sincero, me da pereza volver a sentarme delante del ordenador y escribir algo, sea el tema que sea, aunque siempre intento que tenga que ver con asuntos relacionados con el medio ambiente. Otros temas, aunque tenga mi opinión, se los dejo a otros comentaristas, de esos que saben de todo pero no tienen ni idea de nada, pero que son capaces de defender una cosa y, al día siguiente, la contraria, sin detenerse a pensar qué es lo que realmente piensan, si es que lo hacen, y no se dejan llevar por lo que han oído esa mañana.
Qué estoy haciendo? Se me está yendo el santo al cielo, pues quería hablar de algo a lo que, por tamaño, no prestamos atención, pero a lo que sí atendemos cuando nos molestan. Me refiero a los insectos, y a la escasez que he notado este verano. Este año, a la hora de circular por las carreteras, y lo hago todos los días en el trabajo que me ha salido, me he percatado que la gran cantidad de insectos que terminaban estrellados contra la carrocería del coche, es infinitamente menor que en años anteriores. Navegando por la red, he descubierto que este hecho tiene nombre: el "fenómeno parabrisas". También he visto que no he sido yo solo el que se ha dado cuenta, que los entomólogos que hacen trabajos de campo llevan varios años dándose cuenta de ello. Indagando más profundamente, he visto que este descenso se está observando desde hace décadas, y hasta se cuantifica: desde el año 1989 hasta hoy, los entomólogos han visto disminuidas sus capturas en un 80%, independientemente de los métodos utilizados.
Un recuerdo que tengo muy vivo, a pesar de ser muy pequeño por aquel entonces, es la bronca que nos echó mi abuela, a un amiguete y a mí, por matar moscas en la persiana del salón de casa. Los veranos, según terminaba el colegio, me iba volando a casa de mis abuelos, en el pueblo, donde aprendí a amar la naturaleza. Vendían, por aquel entonces, un pequeño arco de plástico, con una flecha con ventosa. Una tarde en las que las moscas estaban especialmente pesadas, nos sentamos frente a la persiana y nos pusimos a matar a todas aquellas que se posaban. Llegó un momento, que es cuando nos vio mi abuela y nos ganamos la bronca, en que la persiana no era blanca, o beis, sino que estaba completamente colorida, desde el rojo sanguíneo al negro "pasta moscuna". No sé la cantidad de seres alados que pudimos matar, pero no exageraría nada si digo que cientos de ellas.
Obviamente, nuestro sistema económico incentiva el control de insectos, siempre vistos como enemigos a exterminar; siendo, como son, vitales para la polinización vegetal, han perdido mucho peso en su proceso natural: basta con comprar las semillas patentadas, completamente preparadas para su germinación. Pero no solo hay que echarle la culpa a los insecticidas, herbicidas y demás cidas, pues aquí se pone de manifiesto, una vez más, la incidencia del cambio climático en todos los aspectos de la vida planetaria. Estamos en un momento donde las plantas brotan, o florecen, cuando deberían estar en estado de latencia, hecho que trae aparejado que, cuando eclosionan los insectos, ya no haya flores donde alimentarse. La Naturaleza es demasiado compleja como para establecer relaciones simples? seguiremos informando.