Decía el otro día que, si bien un régimen democrático no puede permitir infracciones legales o constitucionales, hay problemas que deben ser resueltos de forma creativa a través del noble arte de la política y entre ellos está, sin duda, el del encaje de Cataluña en el concierto peninsular, cuestión que históricamente ha ido surgiendo cada vez que ha habido la suficiente libertad para ponerlo sobre el tapete. Por eso me parece irrelevante que haya o no precedentes de independencia para los catalanes. La legitimidad de las ideas políticas no sólo proviene de la historia, por mucho que haya dudosas construcciones románticas de pasados idílicos; me parece en cambio más realista valorar esas ideas en el contexto de la actualidad.
Y la actualidad es tozuda. Tozuda y enrevesada. Hay una parte de la sociedad catalana que no quiere ni oír hablar de independencia, hay otro extremo que no quiere hablar de otra cosa -en la creencia real o impostada de que esa es la panacea frente a todos los males- y hay otra sección indeterminada que mira y calla esperando acontecimientos. Me da la amarga impresión de que tanto dentro como fuera de Cataluña ha habido utilizaciones espurias de sus enfrentados argumentos y también un cultivado desconocimiento que ha enardecido la animadversión. Ha faltado sin duda amplitud de miras, como es demasiado habitual en nuestra discutida clase política; y como dice mi hermano: de aquellos polvos vienen estos lodos.
Pero persiste la cuestión de fondo. En estos días y en las próximas semanas habrá barbaridades procedimentales, actuaciones policiales, discusiones dramáticas, enjuiciamientos de cargos políticos? ¿Hay alguien sensato que piense que va a resolverse con ello el problema? En mi opinión estamos en un callejón sin salida en el que no hay otra posibilidad que el agravamiento. Y ya sea en los próximos meses, ya sea en los próximos años -depende de la dureza con la que se descabece la rebelión contra la legalidad vigente- tendremos aún esta tarea pendiente que resolver.
¿En qué se concreta la tarea pendiente? En algo tan simple de formular como, según expresa la evidencia, tan difícil de solucionar: la cuestión catalana, que ya provocó turbulencias a la convivencia hispana en tiempos del Conde Duque de Olivares, por supuesto con Felipe V, desde luego a principios de siglo XX y, sin duda alguna, produjo una de las más fuertes tensiones en la triste y corta historia de nuestra Segunda República. Como he dicho antes, me da igual si Cataluña ha constituido en la Edad Media un verdadero reino, una marca imperial o un mero condado de tercera categoría, lo que es manifiesto es que, desde hace siglos, en cuanto ha habido posibilidad de expresarlo, una parte más o menos significativa del pueblo catalán ha reivindicado su diferencia.
Así fue, por supuesto, en la transición política española, cuando se clamaba en las calles por la libertad, la amnistía y el estatuto de autonomía. Y, sin duda alguna, se pretendió atender esa singularidad, junto a otras tantas, en la propia Constitución de 1978. Por ello algunas voces mesetarias sostienen argumentos defendibles cuando hablan de deslealtad constitucional. Bastantes amigos míos sostienen la opinión de que el gobierno catalán, a medida que ha avanzado el tiempo, se ha portado como aquel niño consentido que pide y pide a sus padres malcriadores, hasta que se llega a un límite en que éstos últimos dicen "ya basta" y entonces es cuando se monta el pifostio.
Como en mi caso soy mesetario sólo por adopción, y periférico de nacencia y ejercicio -tal vez haya un grado más incluso en ser insular-, no me conformo con esa interpretación, sin negar que en ocasiones esa actitud haya sido la de algunos políticos de cortas miras. Porque también he visto la utilización política del caso -política aquí también de ínfimo nivel- por otros sectores que han azuzado la fobia a la diferencia y el culto a la homogeneidad. Algunos se han creído la Constitución de 1978 sólo en parte. Esa actitud, permítanme decirlo, me parece también "antiespañola". Porque o reconocemos que España es diversa, o chocamos contra los hechos reales: ninguno de mis cuatro abuelos era fluido en lo que ellos llamaban "castellano", y ninguno de ellos tenía célula alguna en su cuerpo de malvado independentista. No se trata sólo de una cuestión de dinero o de si hay regiones subsidiadas eternamente por otras. Hay algo previo: el conocimiento de lo que hay, sin prejuicios, y con eso también se ha jugado aviesamente.
¿Soluciones? Si las tuviera y hasta ahora no las hubiera formulado habría cometido un delito de lesa indiferencia, de los que no prescriben. Pero como ahora va a ser más necesario que nunca arrimar el hombro, voy a atreverme a exponer dos sugerencias, la primera elemental, la segunda utópica -aunque no creo que sea mal momento para la utopía-. La elemental es que hablen, a pesar de las presiones y los chantajes. Que hablen. No queda otra vía sensata que ir acercando posiciones, porque hay elementos comunes que hay que subrayar, y diferencias que encauzar. La utópica es de mayor alcance, y tiene que ver con una Europa distinta a la que tenemos. Dense cuenta de que ninguno de los separatismos de la Europa occidental es antieuropeo. Cataluña se siente, con algún fundamento, la más europea de las comunidades españolas. Y además les ofrezco otra pista: ¿quién se cree que los Estados que se llaman independientes lo son en realidad del todo?
En un contexto internacional de regresión, de crisis y de desconfianza es ir contra corriente lo que voy a decir, pero a diferencia de lo que afirmaba José María Aznar a principios de siglo, entreveo que la solución no está en defender más España, sino en propugnar más Europa, democrática, representativa, simplificada, descentralizada y respetuosa de las diferencias, como sujeto activo y protagonista en el escenario internacional. Aunque ahora los vientos soplen en contra, humildemente ahí veo el fondo de la cuestión.