OPINIóN
Actualizado 21/09/2017
Juan José Nieto Lobato

El día en que conoces al dedillo los baches de la A-62 antes de llegar a Alaejos, las áreas de servicio camino a Ponferrada y los kioscos de dos o tres barrios distintos de Burgos, terminas de hacerte consciente del tiempo que llevas entrenando baloncesto en categoría autonómica, viajando por las canchas de Castilla y León junto a otros equipos del club y pasando jornadas enteras a caballo entre el autobús y el pabellón rival, manteniendo conversaciones más o menos interesantes o absurdas con los colegas o con los propios jugadores, leyendo con poca atención la novela que llevaba tiempo esperándote en la mesilla de noche, accediendo gustoso a la invitación amable de esos padres que siempre van bien provistos de comida mientras siguen a sus hijos por la geografía de la región.

Te haces consciente y comprendes que este no es un oficio para toda la vida, no solo porque económicamente no sea suficientemente lucrativo, sino porque con los años se torna incompatible con agendas personales y profesionales. O con la saludable ambición de querer progresar y avanzar hacia categorías senior. En los años que llevo entrenando he visto a grandes maestros del oficio retirarse por el cansancio de los viajes, por ver crecer a sus hijos, por buscarse las habichuelas aquí y allí, donde las hubiera, o por haber dado el salto a competiciones absolutas. El baloncesto de formación ha ido perdiendo magníficos activos por culpa de un éxodo semejante al que sufrieron las áreas rurales de nuestro país en los años sesenta y setenta. Por fortuna algunos también regresan a los colegios a compartir lo que aprendieron.

Vendrán otros, queremos pensar. Más jóvenes y motivados. Con la falta de conocimiento y experiencia sobradamente cubierta por un extra de ilusión. Vendrán otros, o tal vez no. Porque la universidad (lo que queda del Plan Bolonia) exige una cada vez mayor carga de trabajo y los entornos familiares demandan, a cambio de su inversión, decisiones pragmáticas, nunca vocacionales. Como resultado de esta paradoja, ni "viejos" experimentados y "sabios", ni jóvenes enamorados del oficio se pondrán al frente de las nuevas generaciones de jugadores, quedando estas en manos de personas que lo conciben como una actividad residual, un sumidero al que acudir a cambio de una paga extra (perdonen el símil, pero es como si hicieran media jornada en un restaurante de comida rápida o pusieran copas por la noche).

Se quiebra de esta manera la continuidad entre generaciones, el natural relevo entre maestros y aprendices. Todo por no comprender la figura del entrenador de cantera como la de un educador especializado, una suerte de guía espiritual que, a través de la enseñanza de un juego, orienta a sus pupilos hacia la virtud. Un entrenador que en nada se parece al profesional, dedicado a maximizar rendimiento, gestionar egos y diseñar estrategias ganadoras (conductas que a veces vemos en baloncesto de cantera por no estar bien establecida la división). Un entrenador que debería tener estatus propio, formación especializada y un reconocimiento laboral y social superior. El mismo, al menos, del que goza en Eslovenia o Serbia, finalistas en el pasado Eurobasket. O en Estados Unidos, cuna y cúspide de nuestro deporte, allí donde a la palabra coach le sigue un respetuoso silencio.

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