A medida que cumplimos años, sin quererlo, vamos cultivando una mayor resistencia a los cambios. Pero es que, a medida que vamos viajando, leyendo y adquiriendo experiencia, vamos afianzando una mayor intolerancia a la gilipollez, al postureo y a lo innecesario. Es como si la anglosajona filosofía de fray Guillermo de Ockham se apoderase de nuestra alma, de nuestra forma de vida. Y sacamos la navaja a quien haga falta, donde haga falta.
Por ejemplo, imagínense a unos aficionados al fútbol que forman parte como seguidores de un equipo centenario y glorioso donde se les sigue llamando socios aunque sólo sean clientes. Por un momento párense a pensar en estos miles de seres indefensos ante los dueños del que fuera su club. Y que, de repente, sin preguntarles qué les parece; sin siquiera disimular para seguir con el cuento de la mejor afición del mundo y tal y tal cogen y les cambian su emblema. Sí, su escudo. Parece increíble, pero no lo es. Y no se quedan aquí sino que aprovechando el revuelo y el desconcierto entre los aficionados ciegamente enamorados de sus colores aprovechan para cambiar la ubicación de los partidos de su equipo. Sí, otra vez sin preguntar. Y no contentos con cambiar de escudo, con cambiar de estadio, deciden estrenar una nueva equipación sin presentarla previamente. Porque no necesitan socios, ni aficionados, ellos sólo quieren clientes. Gente encantada con lo nuevo. Con el nuevo logotipo que sustituye a un escudo que no se había tocado desde 1947; con el nuevo estadio que sustituye a uno inaugurado en 1966 y en el que no se ha invertido un euro en los últimos años para incomodar al aficionado y convencerle de la necesidad de un cambio innecesario; con la nueva equipación donde las rayas verticales se ensucian con otras diagonales sin otro sentido que el de contentar a esos clientes consumistas encantados con lo nuevo, con el cambio, con lo diferente. A todos esos que ignoran los 114 años de historia del Atlético de Madrid, el significado de un emblema que no se pisa, que no se toca; el valor de las rayas rojas y blancas, el haber pertenecido a un club en el que se participaba en la toma de decisiones importantes, donde se elegía a los dirigentes, donde se podían pedir explicaciones, donde las voces críticas no se censuraban en el campo ni en los medios de comunicación controlados por dios sabe qué turbios negocios.
Y sí, estoy cabreado. Aunque el logo nuevo me acabe gustando, aunque el estadio nuevo me sea más cómodo, aunque ganemos la Champions con la nueva camiseta de absurdas rayas diagonales.
Estoy cabreado porque hace años que cumplí los cuarenta, porque hay gilipolleces que no tengo por qué aguantar. Porque el Atleti es como tu pareja, lo amas pase lo que pase. En la salud y en la enfermedad, levantando trofeos o bajando a Segunda. Yo diría que más. De pareja se puede cambiar, de equipo ?aunque sus dueños ilegítimos nos maltraten- no nos podemos quitar.
Espero que alguien (la Federación Española de Fútbol, el Consejo Superior de Deportes, el Ministerio de la cosa o quien sea y pueda) entre algún día de oficio para defender a los aficionados maltratados por las sociedades anónimas en las que travistieron al club de sus amores. Dicho esto, ¡aúpa Atleti! ¡Siempre!