Aunque en numerosas facetas sigamos empeñándonos en hacer de nuestra historia la más triste de todas las historias, el mes de septiembre nos ha traído un pequeño recordatorio de lo que los habitantes de nuestras tierras pueden llegar a lograr entonando los compases de los himnos del trabajo y la constancia, dos temas que luchan contra el estereotipo del español perezoso, parásito del estado, de la familia, de su esposo o esposa ?y de sus padres?, defensor de la siesta, el bocadillo de media mañana, el vino a cualquier hora, el café de las tres, las cinco y las siete. Desde un punto de vista racional, parece imposible que de País Vasco, Andalucía, Galicia, Madrid, Cataluña, Baleares o cualquier otra región de este país de toreros y bailaores, de jugadores de naipes y tipos más vagos que la chaqueta de un guardia, puedan surgir campeones cuyas figuras sobrepasan las fronteras espaciales y temporales, los Pirineos y este pertinaz pasado que se perpetúa en el ámbito economico y social y que nos mantiene tan pobres y felices (al menos a unos pocos) como al Hemingway recién instalado en París.
Tratando de encontrar las claves geográficas que expliquen este fenómeno de sobrerrepresentación de nuestros deportistas en los números altos del ranking de sus respectivas disciplinas tengo que empezar por descartar una primacía genética, la existencia de cuerpos o mentes privilegiadas, por mucho que esa conjunción de corpore y mens sea impresionante en la mayor parte de los casos. Tampoco estoy convencido de que las inversiones en infraestructuras que se llevaron a cabo a propósito de los Juegos de Barcelona nos otorguen una ventaja comparativa dentro de nuestro contexto cultural. Ni de que el apoyo institucional sea superior al de otros países, por más que nuestro presidente del gobierno desayune cada día con la prensa deportiva. Sí observo, en cambio, en casos como el de Nadal o los Gasol, también en el de Marc Márquez o Sergio García, y no dudo de que es así también en el de Carolina Marín o Garbiñe Muguruza, un tejido familiar fuerte y volcado en el apoyo del deportista, un deportista cuyos éxitos, muchas veces, son el resultado del modo en que sobrellevó los primeros e inevitables fracasos.
Un tejido familiar fuerte y un gusto por la competición diría que genuino y que, si bien se encuentra en representantes de muchos otros países, creo que, en gran medida, definen al deportista español. Un gusto por la competición que tal vez proceda de la escasez con la que vivieron nuestros padres o abuelos y, desde luego, de esto no me cabe duda, de todas las tardes que nos pasamos jugando en las plazas de nuestros barrios o en el monte de nuestros pueblos a ver quién llegaba antes a algún hito concreto o tiraba más lejos un canto sobre la superficie del río. El gusto por la competición y también la idolatría de un país que puede devorarse a sí mismo por motivos políticos de muy diferente índole al tiempo que se une de madrugada, o a la hora de la siesta, para seguir las hazañas de alguno de los que, siendo tan diferentes, tan de otro planeta, siguen considerando suyos.