Un cartel frecuente en mercados populares de Guatemala. La sentencia es clara y concuerda, cuando las cosas van a mayores, con la tradicional práctica del linchamiento, habitual en estas tierras como sucede en zonas andinas. El asunto es complejo y es objeto de estudio por parte de antropólogos que avisan de legados culturales, de abogados que subrayan la ausencia del estado de derecho y de politólogos preocupados por la tensión entre instituciones formales e informales. Los partidarios de la "mano dura" se ven satisfechos con la práctica. Pero la evidencia muestra que el denominado triángulo norte de América central tiene los índices más altos de homicidios de todo el continente -incluso hay lugares, como San Pedro Sula en Honduras, que alcanza récords mundiales-. En los últimos años, la violencia ha crecido vinculada al narcotráfico, principal motivo de muerte de los jóvenes, aunque también de mujeres entre 50 y 60 años, porque el trapicheo de la droga conlleva ajustes de cuentas cuando no se cumple lo pactado.
¿Tomarse la justicia por su mano es causa o consecuencia de esta situación? Asunto difícil. No solo me interesan los efectos que trae consigo la ausencia del estado que, por otra parte, no es la única explicación de esta situación pues en numerosos casos son las fuerzas de seguridad estatales las responsables de la violencia desaforada como sucedió hace tres años en la matanza de los estudiantes de Ayotzinapa en México. Llama también mi atención el discurso paralelo mediático y de la clase política que intercala loas a la efectividad de los agentes de orden público con la vinculación del origen de los problemas con asuntos externos a la comunidad. En ciertos contextos lo que se subraya es la propia debilidad de la policía y/o de los tribunales. La corrupción, la precariedad, la mala formación, son hilos explicativos que manejan los expertos sin que su poder argumentativo sea determinante. Se ha llegado asimismo a una situación en que lo que prima es privatizar la seguridad mientras se mira al costado o, simplemente, el aluvión de noticias hace vieja la actualidad en cuestión de horas y abre el cajón del olvido.
En todo este drama, lo que debiera estar por encima de cualquier duda es que la seguridad pública tendría que moverse indefectiblemente entre dos límites orientadores de su actuar: la salvaguarda permanente de los derechos humanos y su eficaz trabajo en la prevención del delito. Lo primero significa renunciar expresamente a la tortura y a quitar la vida al delincuente; lo segundo, obtener información sensible de actores delincuenciales claves. Sendas premisas estuvieron ausentes en la muy alabada intervención de los Mossos d'Esquadra durante los trágicos acontecimientos que se iniciaron el 17 de agosto. La muerte de cinco terroristas por disparos de la policía conculca los dos puntos recién enunciados al ejecutarles sumariamente y por sustraer cualquier posibilidad de dejar funcionar a la inteligencia del estado. Pero lo que me resulta más trágico es el subsiguiente profundo mutismo social al respecto.