OPINIóN
Actualizado 04/09/2017
Redacción
La templanza ha sido alabada por los pensadores de todos los siglos. Según Cicerón, "la templanza es un dominio firme y moderado de la razón en su tendencia al placer y a otros impulsos menos rectos del espíritu". Para San Agustín, "la templanza es aquella virtud del alma que modera y reprime el deseo de aquellas cosas que se apetecen desordenadamente". Y Quevedo pudo añadir que "Mucho peligro corre todo lo que templanza no tiene".
Sin embargo, en épocas de prosperidad la templanza es una virtud olvidada. Hasta su mismo nombre suena extraño. La renuncia a los placeres de la comida y de la bebida, del juego y del sexo resulta ridícula frente a las plagas de la violencia y la mentira, el robo y la corrupción, el abuso de los niños y la degradación del medio ambiente,
Ante horrores como el del terrorismo, la virtud de la templanza parece un ideal narcisista y puritano para pequeños burgueses. Sin embargo, la templanza debería evocar más el temple de los metales pasados por el fuego que la inofensiva tibieza de la leche "templadita". Al menos, eso cabría esperar.
Hay que rescatar el valor de esta virtud. La templanza es la virtud de los hombres y mujeres que viven la austeridad, no como una carga sino como una liberación. Es la virtud de quienes saben que la dignidad humana no se mide por el tener sino por el ser. La templanza tiene en la renuncia no una mutilación sino un canto de plenitud.
Si en los profetas de Israel la intemperancia alcanza un simbolismo religioso, los libros sapienciales aconsejan una y otra vez la templanza: "Hijo, no
seas insaciable de todo placer, y no te abalances sobre la comida, porque en el exceso de alimento hay enfermedad, y la intemperancia acaba en cólicos. Por intemperancia han muerto muchos, pero el que se vigila prolongará su vida" (Eclo 37,27-31).
Jesús de Nazaret fue criticado por llevar una vida normal, bastante diferente de la austeridad de Juan el Bautista. Hasta se atreve a bromear sobre los extremismos inconsecuentes de su pueblo: "Vino Juan, que ni comía ni bebía, y dicen: Demonio tiene. Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: Ahí tenéis a un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores" (Mt 11,18-19).
Sin embargo, Jesús ayuna durante largo tiempo, y hace suya la palabra bíblica que afirma que "no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (Mt 4,4)". Su alimento, en efecto, era hacer la voluntad del que le había enviado y llevar a cabo su obra en fidelidad (Jn 4,34).
Los discípulos del Maestro de Nazaret no ayunan por fanatismo ni por orgullo ni por desprecio a las realidades de este mundo. No ayunan para ser estimados por los hombres, sino para significar que sólo en Dios han puesto el absoluto. No ayunan por indigencia, sino por riqueza. Ayunan para decirse a sí mismos y a los demás que sólo Dios es Dios.
José-Román Flecha Andrés
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