El incienso de tu canto subía en el templete.
No conocía el mundo el curso de su río,
en el rumbo del viento. Tenía la marca de agua de los Dioses
tu voz. No era otra que la del primer hombre,
en su despertar al Verbo. Tu pecho albergaba el inicio.
Contenía las aguas en sus límites. Tu mujer e hijo te daban vida
y tú a ellos se la debías. En el caudal de la memoria.
En la roca del espejo. Los artistas reflejaban tu nombre.
En el paisaje abierto. Fuego sin llama. Detrás de la noche,
los pájaros escondían tus libros y se los daban a los niños,
para que descubrieran en sus páginas el drama.
El escenario se iluminaba y los espectadores elevábamos nuestra mirada
en silencio. El incienso de tu canto ascendía. Desconocía la tierra el destino
de su peregrinaje. Llevaban el sello de los Dioses tus versos.
El mismo de los poemas de Adán en el Vergel distante.
En tu seno se encontraba el origen de la palabra.
Mantenía el oleaje del mar en su recinto. Tu varona y primogénito
te contaban historias al calor de la chimenea y tú los escuchabas.
En el vacío del tiempo. En la piedra del cristal. Lumbre sin ardor.
A espaldas de la noche un ave inmensa ocultaba tus obras
y se las daba a los inocentes. Para que interpretaran de sus hojas
la oda a la Luz.
Suzhou, China,
septiembre de 2017.
Juan Ángel Torres Rechy