"...soy parcial
de esto no cabe duda
más aún yo diría que un parcial irrescatable
caso perdido en fin
ya que por más esfuerzos que haga
nunca podré llegar a ser neutral..."
MARIO BENEDETTI, "Soy un caso perdido", en Cotidianas, 1978-79
Enfangado en su penúltima astracanada, al ínclito Trump le llueven las admoniciones por su práctica de, dicen, la equidistancia entre las víctimas y los verdugos del nunca desaparecido racismo estadounidense, y muchas organizaciones humanitarias, periódicos, entidades y personajes públicos critican ese modo de nadar y guardar la ropa que el figurón de la Casa Blanca practica con respecto a la discriminación racial.
Sorprende, y mucho, que conociendo la catadura del hoy presidente de los Estados Unidos, se alcen ahora al cielo ciertas indignadas voces cuando el mandamás ejerce de lo que siempre ha sido y nunca ha ocultado ser: un racista irredento, un reaccionario peligroso y una caricatura de estadista. Y sorprende más que quienes no han movido un dedo ni elevado una pestaña para ilegalizar, anular, expulsar de la sociedad o simplemente hacer desaparecer organizaciones como el Ku Klux Klan o cualesquiera de las autodenominadas de supremacía blanca (como parte del mismo partido de Trump), vengan ahora a mesarse los cabellos porque un racista se pronuncie como tal de ese particular modo de pronunciarse que es intentar establecer una equidistancia (falsa) entre agresores y agredidos, víctimas y verdugos, inocentes y culpables.
La tentación de absolver la barbarie (o de repartir culpas) mediante la explicitación de la equidistancia en cualquier conflicto, es una práctica que en España ha utilizado y utiliza la derecha reaccionaria que desgraciadamente nos gobierna, respecto a los crímenes del franquismo y en cuanto se refiere al relato de las causas y desarrollo de la guerra civil española, intentando ?en vano- repartir equitativamente en una balanza de culpabilidades, toda la crueldad de la sangre, todo el terror y el miedo y la angustia, la oscuridad moral y el sufrimiento permanente causados por Franco y sus secuaces durante tres años de infierno y cuatro décadas de hoguera, con los actos de defensa de los representantes legítimos de la República Española, atacados y traicionados por quienes le juraron fidelidad.
Al igual que sucede con los indignados gritos contra la pretendida equidistancia de Trump respecto al racismo en su país, abundan en esta nuestra piel de toro los que no pierden ocasión de, censurando la pretendida equidistancia que los ultras proclaman respecto a las responsabilidades en el franquismo, alzarse cual adalides de la democracia y la libertad cuando, tampoco, en cuarenta años, y oportunidades han tenido incluso gobernando este país, han movido un dedo ni elevado una pestaña para restañar heridas, resarcir a las víctimas, retornar lo expoliado, desenmascarar verdugos, reponer propiedades, clarificar la historia, enseñar la verdad o juzgar a los culpables de la guerra civil y la dictadura franquista, una de las más siniestras y criminales que ha conocido el mundo en siglos.
En ciertas cuestiones (todas las que implican un llamado a la ética) la equidistancia no es más que la constatación de la impotencia moral, de la inmadurez mental, de la falta de entendimiento. Situarse ni aquí ni allá, dar la razón a todos (o a ninguno), convierte al equidistante en muñeco de feria al que derribar desde cualquier lado (también escupirle), en recadero de todos, en siervo de cualquiera, en correveidile, en inoperante, en inútil, en sobrante, en amigo de nadie. Pero, sobre todo, la falsa virtud de la equidistancia moral (una neutralidad tan incapaz como estéril), es la más escalofriante confesión de nadería humana que imaginarse pueda, la última instancia del vacío, la mueca peor de la ignorancia.