OPINIóN
Actualizado 17/08/2017
Juan José Nieto Lobato

Londres, capital del "ikeismo" soberanista en nuestros días, lugar de referencia para los defensores del ostracismo y la autarquía, de la primera persona del singular, de los pronombres tónicos y átonos "yo, mí, me, conmigo", ha recuperado su extinto espíritu ecuménico (en gran parte "ecunómico"), el de la gloriosa era victoriana, para erigirse en impecable anfitriona de los decimosextos campeonatos mundiales de atletismo organizados por la IAAF, unos campeonatos que por la belleza de numerosas competiciones, por los numerosos gestos de deportividad vistos en la pista y por el ambiente congregado en el estadio, han servido de puente para que el atletismo pueda reenganchar a numerosos aficionados escépticos que habían decidido no subirse al ferry en el puerto de Calais rumbo a Dover.

Pero de nada hubieran servido la belleza implícita al cuerpo humano en movimiento y esa atmósfera tan especial que se ha formado en el estadio olímpico de Stratford, si no se hubiera impuesto en el atletismo el rigor que al fin se aplica en los controles antidopaje, la certeza más o menos probada de que todo el mundo acude en igualdad de condiciones, sin hormonas o medicamentos que incrementan el rendimiento aun a costa de la salud. Saber que sobre el tartán vencerá el que, por la suma de circunstancias genotípicas, fenotípicas, culturales o relacionadas con el entrenamiento, corre más rápido, salta más alto (o lejos) o lanza más fuerte es una garantía para el espectáculo y la pureza del acto agonístico.

Sabiendo esto importa menos que las marcas estén lejos de aquellas que durante los años 80 atletas del Este, pero también norteamericanos, fijaron en registros ridículos que, treinta años después, con mejores instalaciones y métodos de entrenamiento, no pueden ser superados. Registros a los que ni siquiera se acercan prototipos extraterrestres como Caster Semenya (800 metros) o Sandra Perkovic (lanzamiento de disco) dejando en cueros la evidencia. De igual manera, la pobre actuación de la representación española, sin medalla por primera vez en la historia de los campeonatos, viene a quedar disimulada entre tanto y tan bello espectáculo, pudiendo hacerse, incluso, un balance positivo con solo poner el foco en la magnífica actuación del 4x400, en la profundidad de los marchadores (y marchadoras), en el potencial de Adel Mechaal o en las lecciones deportivas y humanas con las que Ruth Beitia ha podido, tal vez, despedirse definitivamente del atletismo.

Y también duele menos saber humanos a ídolos como Bolt o Farah, verlos derrotados, acogidos en brazos de quienes enseguida se supieron protagonistas de la historia, pero también verdugos o villanos. Porque el mundial de atletismo ha sido una exhibición fantástica de las proezas que el ser humano puede hacer con las dosis necesarias de autoestima, ambición y capacidad de sacrificio. Sin ni siquiera una gota de nada que pueda adulterar la competición más cristalina que existe: la del ser humano contra el tiempo, la gravedad, los elementos y, por supuesto, sus límites.

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