OPINIóN
Actualizado 12/08/2017
Tomás González Blázquez

A su huerto, que había leído pero no pisado, y a su higuera, que había imaginado pero no sentido como se sienten los árboles, en su verdor de estío hacedor de benéficas sombras. Allí, en cambio, todo es luz, como la que brotaba de las páginas bien aprendidas a las que volvía una y otra vez hace veinte años. Antología de poemas, de sus sentires de huerto y de higuera plasmados en aquel papel; y entre la selección amplia, la propia: escogida, situada, preparada para eternos regresos.

Volver allí donde nunca estuve, a aquella estancia oriolana que siempre creí haber conocido a través de las palabras donde habitaba su claridad, y su angustia, y su verdad, y su mito, por qué no decirlo. Donde habitaba él con su poesía atravesada de noches al raso. Donde hallaba reposo, impulso y razones para reincidir. Donde le quise, y le supe hermano, y compatriota, y compañero de mi alma sedienta. Donde puse las diferencias en el justo y alejado término que las separa de las confluencias.

Volver cuando ya son setenta y cinco los años transcurridos desde su muerte tuberculosa y reclusa, sin duelo ni elegía, sin ruido ni gloria. Volver a su casa y a su patio, y buscar los altos andamios de las flores en los tiestos que brotaron ayer, y en la reja pintada de azul, y en su cama de leer cartas de amor, y en su monte de escribirse a sí mismo.

Volver a donde él emplazaba los retornos y los reencuentros, como se vuelve, los pies te llevan, a los santuarios de la memoria que no se pierde, que siempre es ganancia y aprendizaje, como lo eran, lo son, sus páginas en aquella librería adolescente. Volver al refugio de su huerto, donde siempre me había refugiado aunque nunca hubiera hollado su tierra surcada de versos.

En la fotografía, detalle del patio de la casa del poeta Miguel Hernández en Orihuela. Tomada el 7 de julio de 2017.

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