OPINIóN
Actualizado 08/08/2017
Fernando Robustillo

En los atardeceres del verano, cuando se pasea por la Plaza Mayor -por sus soportales- mientras el sol se adueña del albero, el rondo es superior a un paseo. Podemos decir que es un ritual aprehendido oculto en la genética del salmantino viejo.

PLAZA DEL CORRILLO

El pasado sábado fuimos sin rumbo cierto a buscar un acomodo para tomar un refresco a la Plaza, pero como a veces ocurre, no quedaba ni un asiento y la hospitalidad la ofrecía, cuan estrambote de la Plaza Mayor, la Plaza del Corrillo, más antigua que la anterior, donde crecía la hierba en el medievo como tierra de nadie o tierra de respeto por los bandos en disputa.

Allá se halla la iglesia de San Martín, en el vomitorio lateral que abre un abanico hasta llegar al Corrillo, donde ocupamos asiento público cara a la gran Plaza favorecidos por la sombra de los parasoles naturales de árboles sin fruto, y a medio observar se ve, como un embudo vuelto, gran flujo de gente de ida y de vuelta, y cochecitos de bebé, ah, y sobre todo un niño que llora mirando al cielo...

¡Vaya por Dios, se le ha escapado el globo!

Al lado nuestro, la serena voz de un poeta de la calle señala la tragedia del muchacho: "Ese niño acaba de aprender lo que es la vida". ("La felicidad son momentos", deduzco).

Miro su barba poblada y blanca y pienso:

¿Será el espectro de Adares,

nuestro poeta del Corrillo,

que en la plaza habita?

¿Será algún día la Plaza de Adares?

¡Quién sabe!

(La fotografía que ilustra el presente artículo fue publicada en Nuevo Mundo en 1929).

Fernando Robustillo Rodela

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