OPINIóN
Actualizado 06/08/2017
Redacción

No se puede cuantificar, por supuesto, pero, en estos cuarenta últimos años, periódicos y periodistas pueden haber malgastado (legal o ilegalmente) el equivalente del PIB de todo un año. Una burrada.

Para empezar, tenemos los miles y miles de millones derrochados en medios públicos, desde nacionales hasta locales, pasando por las insólitas televisiones autonómicas. Cuando, al cerrar la RTV valenciana, el entonces presidente regional, Alberto Fabra, dijo aquello de "prefiero invertir en sanidad y en educación que gastar ese dinero en una tele pública", lamentablemente tenía toda la razón.

No hablo sólo de empresas públicas al servicio de los dirigentes políticos de turno en vez de a la verdad informativa, sino también de las privadas, cuya complicidad ha sido comprada al precio de subvenciones a su difusión (con ejemplares que muchas veces acabaron en la basura), publicidad institucional, una sedicente prensa escolar, ayudas a las lenguas vernáculas y un largo etcétera de corruptelas varias.

Allí donde las empresas no han sido sobornadas, con mayor o menor fortuna, siempre ha habido algún periodista proclive a dejarse pervertir. Cuando el inefable Jesús Gil fue alcalde de Marbella, por ejemplo, un grupo de corifeos mediáticos alababa su gestión mientras era invitado a vacaciones en la localidad o adquiría apartamentos casi regalados. Luego, a la caída de su valedor, esos mismos fueron los primeros en ponerle a caer de un burro.

Todo esto me ha venido al recuerdo cuando oigo despotricar contra la corrupción de políticos y empresarios a periodistas que han negociado históricamente sus silencios con suculentas contrapartidas. La corrupción, pues, no es de ahora y tampoco se ciñe exclusivamente a los que en este momento están puestos en la picota: el día en que los medios de comunicación hablen por fin de su propia podredumbre, entonces sí que podremos decir que las cosas comienzan a cambiar de forma radical.

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