No he podido seguir los éxitos de Mireia Belmonte en los pasados mundiales de Budapest como me hubiera gustado, desde la tranquilidad del sofá de mi casa y en la compañía de una fría cerveza. Tampoco pude ver la final de Wimbledon, en la que Garbiñe Muguruza remataba una de esas semanas (dos en esta ocasión) en las que recuerda a una mezcla perfecta y depurada de la movilidad y elegancia de Stefi Graff y la potencia de Serena Williams. Y ni siquiera, lo que tiene más delito, pude degustar la actuación del combinado nacional femenino que se impuso en el Eurobasket de la República Checa dando una lección de baloncesto que, poco después, el combinado sub 20, entrenado por el salmantino José Ignacio Hernández, refrendó con otro magnífico triunfo.
El deporte femenino español goza de muy buena salud, un estado que va más allá de los resultados de sus principales embajadoras y que se plasma también en la implicación de los organismos públicos y las entidades privadas para su financiación. En los deportes de equipo, aunque el combinado de fútbol cayera en la otrora simbólica barrera de cuartos, dominamos muchas disciplinas (waterpolo, balonmano, baloncesto,...) confirmando, tal vez, el carácter eminentemente social y solidario de nuestras ciudades y pueblos; de nuestra cultura heredada de los griegos y latinos, tan vinculada a las plazas y las fiestas populares como al ejercicio de la solidaridad que el pueblo llano tuvo que llevar a cabo para hacer frente a tiranos o monarcas absolutos. Resulta aún más trascendental, por lo tanto, el triunfo de atletas individuales, los buenos resultados en disciplinas como el tenis, el golf o la natación, la irrupción de Ruth Beitia, Ona Carbonell o Carolina Marín. Sus éxitos, como los de tantas otras, demuestran que la sociedad española avanza hacia la igualdad por el sendero correcto, ofreciendo a estas deportistas salarios y condiciones laborales dignas (al menos dignas) amén de una repercusión en crecimiento aunque todavía escasa por el desmesurado peso del fútbol y las herencias de un machismo que sigue instalado en los recovecos del sistema.
Pues bien, de todos estos éxitos recientes, si he de elegir uno solo, me quedo con el de Mireia Belmonte. Solo su mentalidad le permite ser igualmente competitiva en una prueba de resistencia como los 1500 metros libre como en una disciplina más explosiva como los 200 metros mariposa, sobreponerse a un resfriado, llevar más de cinco años en la élite de un deporte tan exigente como la natación. El binomio que forma junto a su entrenador, Fred Vergnoux, es, simplemente, temible. Cuando una propone, el otro dispone y propone una nueva evolución. Y así sucesivamente hasta rozar los límites de la excelencia, esos que desde el sofá de nuestra casa se parecen a la fina cola de una cometa. Así pues, mi única contribución a sus triunfos es esta columna de admiración que culmino con este punto y final y, por supuesto, quitándome el gorro. Es lo menos.