OPINIóN
Actualizado 15/07/2017
Tomás González Blázquez

Marinera de tierra adentro, el nombre de Carmen salpica las ciudades y pueblos de León y de Castilla en sus iglesias, en sus fiestas y en sus familias. La lluvia anhelada tantas veces para regar los campos de la meseta es figura de aquella agua abundante y vivificadora, vislumbrada por Elías en la nubecilla del Carmelo: la Madre que luego llovería Gracia y Salvación.

Las brisas mediterráneas que envuelven ese promontorio palestino no alcanzan la puerta de Villamayor, donde ante la Virgen del Carmen de Esteban de Rueda oraron largos siglos las hijas de Teresa. Tampoco se cuelan en la capilla catedralicia del Cristo de las Batallas, acompañado por la talla carmelitana de Antonio de Paz. Ni trepan hasta la elevada hornacina de la soberana imagen de Alejandro Carnicero en el Carmen de Abajo. No se sienten en los Bandos ni en la calle Zamora, ni siquiera en Alba o Ledesma aun siendo 16 de julio. Pero el escapulario todo lo ampara y lo defiende. Basta reconocer el mar como espacio de encuentro y de inmensidad, de tempestad calmada y de pesca milagrosa, de llamada a seguirle y de presencia resucitada. La Madre del Hijo es María del Carmen, brisa de las brisas y estrella de los mares.

Reflejo de Nombre tan dulce, el nombre de cada Carmen, que es nombre de madre para tantos de nosotros. Miles de Cármenes dan alma y cuerpo a las familias españolas, las de costa y las de julios de siega y trilla. Cármenes que fueron entraña, cuna y consuelo. Que son aliento y sostén. Que serán memoria agradecida. Carmen en singular que permanece, que nunca falla, que siempre es, sencillamente, madre.

En la imagen, Virgen del Carmen de la Catedral de Salamanca

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